viernes, 19 de octubre de 2012

DOMINGO 21 DE OCTUBRE, 2012

            En aquel tiempo, se acercaron a Jesús los hijos de Zebedeo, Santiago y Juan, y le dijeron: -“Maestro, queremos que hagas lo que te vamos a pedir.” Les preguntó: -“¿Qué queréis que haga por vosotros?” Contestaron: -“Concédenos sentarnos en tu gloria uno a tu derecha y otro a tu izquierda.”  Los dos hermanos hacen esta pregunta después de que Jesús anuncie por tercera vez su pasión en su última subida a Jerusalén. En las dos anteriores predicciones de su muerte sucedió algo similar: tras la primera, el mismo Pedro intenta sacar esa idea de la mente de Jesús; después de la segunda, un grupo de apóstoles se pone a discutir sobre cuál de ellos es el mayor. A nosotros nos pasa lo mismo. Sabemos que Jesús, siendo Dios se hizo hombre  para entregar  su vida  por nosotros y así nos salvó; y aún así, buscamos los primeros puestos, las ventajas, los privilegios, las satisfacciones y los honores de los que mandan.

           Jesús replicó: -“No sabéis lo que pedís, ¿sois capaces de beber el cáliz que yo he de beber, o de bautizaros con el bautismo con que yo me voy a bautizar?”  Este cáliz es el “cáliz del dolor” y el bautismo, el “bautismo de sangre”, dos maneras bíblicas de designar  un  sufrimiento fuerte y prolongado. Contestaron: -“Lo somos.” Jesús les dijo: -“El cáliz que yo voy a beber lo beberéis, y os bautizaréis con el bautismo con que yo me voy a bautizar, pero el sentarse a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mi concederlo; está ya reservado.” Parece como si Jesús les tendiera una trampa. Ellos, después de aceptar participar en los sufrimientos salvadores del Maestro, esperarían que les concediera su petición. Pero Jesús les toma la palabra y … no les promete nada. En realidad Jesús les concede una gracia mayor: participar en su amor redentor con el sufrimiento amoroso. Así  les liberará de su ambición, no exenta de egoísmo, y los situará  cerca de Él en el reino de los cielos.

           Los otros diez, al oír aquello, se indignaron contra Santiago y Juan. Jesús, reuniéndolos, les dijo: -“Sabéis que los que son reconocidos como jefes de los pueblos los tiranizan, y que los grandes los oprimen. Vosotros, nada de eso: el que quiera ser grande, sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos. Porque el Hijo del hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por todos.” La grandeza está no en imponer cargas a los demás, sino en cargar con sus problemas y necesidades, en ponerse a su disposición para ayudarles a vivir conforma a la dignidad de hijos de Dios.

           El Señor quiso triturarlo con el sufrimiento, y entregar su vida como expiación: verá su descendencia, prolongará sus años, lo que el Señor quiere prosperará por su mano. Por los trabajos de su alma verá la luz, el justo se saciará de conocimiento. Mi siervo justificará a muchos, porque cargó con los crímenes de ellos. Isaías predice el servicio que Jesús nos prestó: cargar sobre sí nuestros pecados y dar su propia vida por amor para rescatarnos.

          También nosotros “podemos”, no por nuestras fuerzas, sino porque “tenemos un sumo sacerdote grande, que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios. No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo exactamente como nosotros, menos en el pecado. Por eso, acerquémonos con seguridad al trono de la gloria, para alcanzar misericordia y encontrar gracia que nos auxilie oportunamente. Podemos leer en estas últimas palabras una invitación a acudir a  María, cuyo seno fue trono de la gloria, nido de Dios. Madre de misericordia, esclava del Señor, enséñanos a dar la vida por los demás, para vivir como Jesús.

viernes, 12 de octubre de 2012

Así le conocí, así era, así hablaba, así quería...

http://www.youtube.com/watch?v=SA0Oof5k7wg

DOMINGO 14 DE OCTUBRE, 2012


          En aquel tiempo, cuando salía Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó: -“Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” Jesús le contestó: -“¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos: no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no estafarás, honra a tu padre y a tu madre.” Él replicó: -“Maestro, todo eso lo he cumplido desde pequeño.” Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo: -“Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres, así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.” A estas palabras, él frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Entremos en el corazón de este joven. Tu mirada de cariño, Jesús, es el momento cumbre de su vida. ¿Hay algo mejor? ¿Qué es el cielo, sino esa mirada amorosa de Dios? Entonces, ¿por qué frunce el ceño y se marcha cuando Jesús le invita a seguirle? Le entró un miedo terrible. ¿A qué? A un futuro sin más seguridad que la mirada de Jesús. Se angustió porque el Señor le pidió que vendiese todo lo que tenía y diese el dinero a los pobres. El dinero era su pasado, su presente, su futuro, su seguridad, sus proyectos, su prestigio, su historia, su familia. Jesús le pide que se libere de todo eso y se ponga incondicionalmente en sus manos. Sin nada. ¿Sin mis riquezas, sin mi futuro asegurado por ellas? ¿Un salto al vacío?  Se va porque no puede saltar. Está atado. Para seguir a Jesús hace falta un corazón  libre para amar, y romper todas las ataduras requiere mucho coraje. Es  jugarse todo a una carta.

           Jesús, mirando alrededor, dijo a sus discípulos: -“¡Qué difícil les va a ser a los ricos entrar en el reino de Dios!” ¿Quiénes son esos ricos? Los que se apegan a sus posesiones o riquezas. La cuantía de esas riquezas es lo de menos. Puede haber ricos que no estén apegados a sus bienes: algunas de las mujeres que seguían a Jesús y le ayudaban con sus bienes eran seguramente de familias acomodadas; e igual José de Arimatea, el propio Zaqueo, o  Mateo, el publicano. Del mismo modo puede haber pobres que no estén dispuestos a renunciar a algo de lo que poseen para ayudar a otros.

           Los discípulos se extrañaron de estas palabras. Se asombran porque el Antiguo Testamento habla de las riquezas de manera positiva: están prometidas a los que siguen la Ley del Señor. Jesús añadió: -“Hijos ¡qué difícil les es entrar en el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de Dios.” Ellos se espantaban y comentaban: -“Entonces, ¿quién puede salvarse? “Jesús se les quedó mirando y les dijo: -“Es imposible para los hombres, no para Dios. Dios lo puede todo.” El apegamiento a los bienes materiales, en sí mismos buenos, nos vuelve ciegos a las necesidades de los demás. Jesús le pide al joven rico que venda sus bienes para dar ese dinero a los pobres. Hoy podemos examinar nuestro corazón para ver si, en la vida de cada día, damos al dinero el principal lugar en nuestro corazón (se nota, por ejemplo, cuando es el tema más frecuente de conversación) o bien tenemos el valor de reconocer que las cosas esenciales de nuestra vida son nuestra relación con Dios y con los demás.

           La palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo, penetrante hasta el punto donde se divide alma y espíritu, coyunturas y tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón. Jesús, ¡que tu Palabra despierte en mi interior el deseo de ponerte a Ti y a los demás por encima de todo lo demás! Yo sé bien que el dinero y los bienes materiales pueden darme una cierta felicidad momentánea,  pero no  la alegría permanente que aplaca la sed de mi corazón. Ese gozo sólo lo das Tú.

jueves, 4 de octubre de 2012

DOMINGO 7 DE OCTUBRE, 2012


             El Señor Dios se dijo: “No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude”. Hemos sido creados a imagen de Dios. Dios  es Amor. Por eso junto al varón creó Dios a la mujer, para hacerles capaces de vivir en un amor que refleje el amor que Dios nos tiene, un amor fiel. Entonces el Señor Dios dejó caer sobre el hombre un letargo, y el hombre se durmió. Le sacó una costilla y le cerró el sitio con carne. Y el Señor Dios trabajó la costilla que le había sacado al hombre, haciendo una mujer, y se la presentó al hombre. El hombre dijo: -“¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! Su nombre será Mujer, porque ha salido del hombre. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne”. Una sola carne, significa una única realidad, indivisible, indestructible.

             Al principio de la creación  Dios “los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne”. Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre. Jesús rectifica la permisividad  -“por vuestra terquedad” -del divorcio mosaico  (el marido podía dar a la mujer un acta de repudio) remitiéndose al plan original de Dios y nos ofrece la verdadera interpretación del texto del Génesis. La íntima unión del hombre y la mujer, origen de la familia, no procede sólo de una decisión de los dos, sino del mismo acto creador de Dios. Por el eso el hombre no la puede romper.

             La enseñanza de Jesús es exigente, pero consecuente: el amor auténtico implica permanencia,  fidelidad. Sólo así refleja el amor de Dios a nosotros. La fidelidad es la perfección del amor matrimonial. De ella depende la estabilidad de la familia, necesaria para el crecimiento y la educación de los hijos.

            La fidelidad matrimonial se parece  al camino que todos los bautizados hemos de recorrer para seguir a Jesucristo. Nadie nace santo. La vida espiritual está hecha de caídas y levantadas, de alejamientos y conversiones. Crecemos cuando volvemos a empezar, pues nos apartamos de Él casi sin darnos cuenta. Somos barro. Muchos atraviesan la “noche oscura del alma”, períodos a veces largos de crisis, de dudas, de tinieblas, con el sentimiento de haber perdido a Dios sin saber por qué. Basta leer las Memorias de la Beata Teresa de Calcuta. Es la poda del amor que hace Dios a sus amadores más fuertes, antes de llevarles a la cumbre.

          La perfección del amor, la fidelidad, es una aventura, una conquista. El matrimonio no es un producto de “usar y tirar”, sino de “usar y remendar”. Nuestras abuelas eran capaces de hacer remiendos invisibles. Quizá hoy necesitamos aprender a “poner remiendos” a las roturas y heridas que acompañan cualquier relación entre personas libres. La sabiduría está en intervenir al primer síntoma ante los ataques de fuera –atracción de otras personas- y ante los ataques  dentro de nosotros: enfados, orgullo, obsesión con los defectos del otro/a, imaginación que presenta engañosamente la rotura como solución, palabras-puñales que no se borran, ambiente divorcista, etc. Pero Jesús va por delante: Dios, para quien y por quien existe todo, juzgó conveniente, para llevar una multitud de hijos a la gloria, perfeccionar y consagrar con sufrimientos al guía de su salvación.  La fidelidad nos hace parecidos a Jesús, y de ahí viene la alegría “que el mundo no puede dar”.