domingo, 21 de abril de 2013

DOMINGO 21 DE ABRIL, 2013


             En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen,  y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Jesús nos habla, al final de la alegría del Buen Pastor, sobre las características de nuestra amistad con Él. Para que esa relación sea profunda, lo primero es escuchar su voz, la Palabra de Dios. Para seguir a Jesús hemos de meditar la Sagrada Escritura y, en particular, los Evangelios, corazón de la Biblia. Sin la lectura meditada de la Palabra de Dios, tal como nos la ofrece la Iglesia, nuestra relación con Jesús será superficial y apenas se reflejará en la vida.
           Mi Padre, que me las ha dado, es mayor que todo, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno”. Nuestro acercamiento a Jesús realmente es iniciativa del Padre celestial, como dijo el Señor en otra ocasión: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. La fuerza de nuestro amor a Jesús está basada en la fe, la esperanza y el amor, en los sacramentos, dones de Dios.   El Buen Pastor nos conoce personalmente y nosotros, meditando su Palabra con las luces del Espíritu Santo, entramos en comunión con Jesús, Camino y Puerta para entrar en  Dios-Trinidad.
          Disuelta la asamblea sinagogal, muchos judíos y prosélitos adoradores de Dios siguieron a Pablo y Bernabé, que hablaban con ellos exhortándolos a perseverar fieles a la gracia de Dios.  El sábado siguiente, casi toda la ciudad acudió a oír la palabra del Señor.  Al ver el gentío, los judíos se llenaron de envidia y respondían con blasfemias a las palabras de Pablo.  Entonces Pablo y Bernabé dijeron con toda valentía: «Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles.  Así nos lo ha mandado el Señor: Yo te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el confín de la tierra». Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron y alababan la palabra del Señor; y creyeron los que estaban destinados a la vida eterna. Muchos judíos escucharon y se adhirieron a Jesús cuando Pablo y Bernabé hablaron de Él en la sinagoga de Antioquía de Pisidia. Pero otros tuvieron celos porque pensaban que la salvación era exclusivamente para los judíos. Con esta actitud se cierran a amor universal del Padre, y por eso rechazan a Jesús.  
          Yo les doy la vida eterna, dice Jesús. No os consideráis dignos de la vida eterna, espeta Pablo a los judíos que rechazan a Jesús. La fe es semilla de vida eterna. Cuando recibimos los sacramentos, especialmente la Sagrada Eucaristía, la vida eterna,  vida de Dios, entra en nosotros. Después de esto vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos.  Y uno de los ancianos me dijo: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?». Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás». Él me respondió: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Los santos no han vivido una existencia perfecta, sin manchas, sin pecados, sino que se han dejado curar por el Buen Pastor: Porque el Cordero que está delante del trono los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Jesús, Buen Pastor convertido en Cordero degollado y resucitado, danos el buen alimento de tu Palabra y guíanos en esta vida hacia Ti, única fuente de aguas vivas. Condúcenos al sacramento de la reconciliación cuando nos veamos manchados por nuestros pecados y faltas.

DOMINGO 14 DE ABRIL, 2013


             Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.  Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada.  Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.  Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: «No».  Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces. Los apóstoles han vuelto a su trabajo habitual y Jesús se les aparece de una manera discreta. No les deslumbra con su gloria de resucitado sino que se inserta en su vida cotidiana de una forma natural. De hecho sólo Juan, con su intuición especial, le reconoce. Esto mismo pasa en nuestra vida. Sólo si tenemos los ojos y el corazón vigilantes, como Juan, reconocemos a Jesús presente, cercano y activo en nuestra vida de cada día.
           Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Jesús resucitado les ha preparado una comida que evoca la Eucaristía. También cada nos ofrece Jesús el pan de la Eucaristía sobre las brasas de su pasión y muerte. Y nos pide, como a esos apóstoles, que aportemos algo nuestro. Los apóstoles le llevan los peces que acaban de coger. Son conscientes de que esos pescados son don de Dios, pero ellos han cooperado, los han subido a la barca y los han arrastrado hasta la orilla donde está Jesús. Por eso aportan algo que es también suyo. Jesús nos pide reciprocidad en el amor. Él quiere ofrecerse en la Misa con todos sus miembros, que somos nosotros. Por eso hemos de contribuir con nuestros dones, nuestro trabajo, nuestros sacrificios, nuestra entrega a los demás.
            Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: «Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: « ¿Me quieres?» y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas.  En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme» Las tres preguntas de Jesús son tres oportunidades para reparar las tres negaciones. Y son también una prueba para ver si ha aprendido la lección de la humildad. En la última Cena, Pedro lleno de seguridad se había puesto por encima de los demás al afirmar que aunque todos abandonasen a Jesús él no lo haría sino que daría la vida por su Maestro. Ahora no responde que le quiere más que los demás. Ya no  confía en sí mismo. Se apoya en Jesús. Por eso el Señor le confirma como Pastor de su Iglesia. Y le revela el don del martirio que le tiene reservado: una muerte con la que glorificará al Padre, por el mismo camino que Jesús. Por eso añade: «Sígueme». Y Pedro, con los demás apóstoles, pronto tuvieron ocasión de experimentar la  alegría se ser ultrajados al presentarse ante todos como testigos de Jesús resucitado. Todo esto –tanto las preguntas de Jesús, como su «Sígueme»,- es actual, nos afecta.
                                  

DOMINGO 7 DE ABRIL, 2013


            Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros».  Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. A Jesús resucitado ya no le detienen las puertas cerradas. Puede hacerse visible donde quiere y como quiere. Y la misma tarde del primer día de la semana, -desde entonces el “dies Domini”, el día del Señor, o domingo- viene a traer a los suyos el don que más necesitan en esos momentos de miedo e inquietud: la paz. En sus labios, el saludo tradicional de los judíos, -“shalom lajem”, paz a vosotros- trae a sus apóstoles la paz que tanto necesitan. Al mostrar sus manos y costado, les señala la fuente de la paz que les ha conquistado. Sus llagas son la prueba de hasta dónde llega el amor que Dios Padre les tiene. Y aunque habían abandonado a su Señor y Pedro le había negado, Jesús resucitado no les reprocha nada.
          Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. La alegría es el segundo don que nos trae Jesús en el tiempo de Pascua. El motivo de nuestra alegría es que Jesús ha vencido a la muerte, al demonio y al pecado con su resurrección.  Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».  Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.  El tercer regalo de Jesús resucitado es su fuerza para transformar el mundo anunciando y dando la salvación ganada por Jesús en la Cruz. Al perdonar los pecados, los apóstoles darán vida a las almas muertas por el pecado. Los primeros cristianos, como nosotros ahora, tenemos la experiencia de haber sido resucitados por el perdón divino. Y, al mismo tiempo, de haber sido instrumentos de Dios para vivificar a otros.
            Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».  A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros».  Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!».  Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto» Esta es nuestra bienaventuranza. Nuestra fe, donde de Dios acogido libremente, nos permite vivir ahora una relación profunda con Jesús resucitado.
           Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo.(…) La gente sacaba los enfermos a las plazas, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno.  Acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados. Jesús efectivamente hizo partícipes a los apóstoles y sus sucesores del poder de personar los pecados, pues estas curaciones espirituales son señal de  curaciones espirituales.
          «No temas; yo soy el Primero y el Último,  el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Esta visión de Jesús resucitado  que Juan describe al comienzo de la Apocalipsis tiene lugar “en el día del Señor, el domingo. En la Eucaristía, Jesús resucitado se nos muestra como el Viviente con poder de resucitar a los muertos. Señor, aumenta mi fe, que viva de ella, que es vivir de Ti.

DOMINGO DE RAMOS, 24 MARZO, 2013


         Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba;  no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda,  por eso no sentía los ultrajes;  por eso endurecí el rostro como pedernal,  sabiendo que no quedaría defraudado. Isaías destaca en este pasaje el carácter amorosamente voluntario de la pasión del “siervo del Señor” –figura de Jesucristo- y su confianza en la ayuda de Dios que le exaltará por su docilidad filial.
         Cristo Jesús, siendo de condición divina,  no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo  tomando la condición de esclavo,  hecho semejante a los hombres.  Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo,  hecho obediente hasta la muerte,  y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo  y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús  toda rodilla se doble  en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor,  para gloria de Dios Padre. Adán quiso hacerse igual a Dios;  por eso desobedeció a su Creador y, al hacerlo, dejó al demonio y al pecado enseñorearse de él y de su descendencia. Pero el inmenso  amor de Dios hacia los hombres delineó y puso en práctica el plan para rescatar a Adán de esa esclavitud  y devolverle su condición de hijo de Dios. Jesús, en su pasión, desanda el camino de Adán: cura la falsa exaltación de Adán descendiendo hasta hacerse uno de nosotros. Su Padre Dios exalta a la humanidad de Cristo resucitándolo para proclamarlo “Kyrios”, Señor. Nosotros meditamos la Pasión de Jesucristo a la luz de su victoria sobre el demonio, el pecado y la muerte, a la luz de su resurrección y divinización, al sentarse a la derecha del Padre.
         Y cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él  y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer,  porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios». Jesús afronta su pasión con un “deseo ardiente”, impulsado por su amor de fuego a su Padre y a nosotros, sus hermanos.  Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros. Ahora, movido por su amor, asume anticipadamente su pasión y su muerte y la transforma en una ofrenda voluntaria de su vida por nosotros.
         San Lucas narra la pasión de Jesús con una gran veneración y admiración por su Señor. Lo presenta con la disposición humilde del “siervo de Dios” que acepta con mansedumbre todos los sufrimientos y ayuda a los que le rodean a volver a Dios. Insiste en la inocencia de Jesús: «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto». En el relato de la agonía, insiste en la necesidad de “no caer en la tentación”. Cuando le arrestan, muestra su generosidad al curar la oreja de Malco, criado del sumo sacerdote. Evita describir los detalles más crueles y humillantes de la pasión: no usa el término “flagelar”, sino que pone en labios de Pilato la expresión: “le daré un escarmiento”. San Lucas no habla de la coronación de espinas ni de las humillaciones que sufrió Jesús a manos de la soldadesca de Pilato. Omite las declaraciones de los testigos falsos que le acusaron y resalta la respuesta de Jesús, llena de dignidad: «Si os lo digo, no lo vais a creer;  y si os pregunto, no me vais a responder. Pero, desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la derecha del poder de Dios». Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?». Él les dijo: «Vosotros lo decís, yo lo soy».
           Presenta a Jesús lleno de misericordia: mira a Pedro después de las tres negaciones para facilitarle la conversión; consuela a las hijas de Jerusalén, más preocupado por las desgracias que iban a venir sobre la ciudad que por sus propios sufrimientos; reza por los que le crucifican para que sean perdonados; promete al buen ladrón la felicidad eterna ese mismo día; cuenta los frutos inmediatos de la muerte de Cristo: El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios, diciendo: «Realmente, este hombre era justo». Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho. En esta Semana Santa meditemos despacio la Pasión de Jesús, reviviéndola con María, como Ella la vivió, iluminada por su fe en la resurrección victoriosa de su Hijo.