domingo, 21 de abril de 2013

DOMINGO DE RAMOS, 24 MARZO, 2013


         Ofrecí la espalda a los que me golpeaban, las mejillas a los que mesaban mi barba;  no escondí el rostro ante ultrajes y salivazos. El Señor Dios me ayuda,  por eso no sentía los ultrajes;  por eso endurecí el rostro como pedernal,  sabiendo que no quedaría defraudado. Isaías destaca en este pasaje el carácter amorosamente voluntario de la pasión del “siervo del Señor” –figura de Jesucristo- y su confianza en la ayuda de Dios que le exaltará por su docilidad filial.
         Cristo Jesús, siendo de condición divina,  no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo  tomando la condición de esclavo,  hecho semejante a los hombres.  Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo,  hecho obediente hasta la muerte,  y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo  y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús  toda rodilla se doble  en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor,  para gloria de Dios Padre. Adán quiso hacerse igual a Dios;  por eso desobedeció a su Creador y, al hacerlo, dejó al demonio y al pecado enseñorearse de él y de su descendencia. Pero el inmenso  amor de Dios hacia los hombres delineó y puso en práctica el plan para rescatar a Adán de esa esclavitud  y devolverle su condición de hijo de Dios. Jesús, en su pasión, desanda el camino de Adán: cura la falsa exaltación de Adán descendiendo hasta hacerse uno de nosotros. Su Padre Dios exalta a la humanidad de Cristo resucitándolo para proclamarlo “Kyrios”, Señor. Nosotros meditamos la Pasión de Jesucristo a la luz de su victoria sobre el demonio, el pecado y la muerte, a la luz de su resurrección y divinización, al sentarse a la derecha del Padre.
         Y cuando llegó la hora, se sentó a la mesa y los apóstoles con él  y les dijo: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer,  porque os digo que ya no la volveré a comer hasta que se cumpla en el reino de Dios». Jesús afronta su pasión con un “deseo ardiente”, impulsado por su amor de fuego a su Padre y a nosotros, sus hermanos.  Y, tomando pan, después de pronunciar la acción de gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: «Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en memoria mía». Después de cenar, hizo lo mismo con el cáliz, diciendo: «Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros. Ahora, movido por su amor, asume anticipadamente su pasión y su muerte y la transforma en una ofrenda voluntaria de su vida por nosotros.
         San Lucas narra la pasión de Jesús con una gran veneración y admiración por su Señor. Lo presenta con la disposición humilde del “siervo de Dios” que acepta con mansedumbre todos los sufrimientos y ayuda a los que le rodean a volver a Dios. Insiste en la inocencia de Jesús: «Me habéis traído a este hombre como agitador del pueblo; y resulta que yo lo he interrogado delante de vosotros y no he encontrado en este hombre ninguna de las culpas de que lo acusáis; pero tampoco Herodes, porque nos lo ha devuelto». En el relato de la agonía, insiste en la necesidad de “no caer en la tentación”. Cuando le arrestan, muestra su generosidad al curar la oreja de Malco, criado del sumo sacerdote. Evita describir los detalles más crueles y humillantes de la pasión: no usa el término “flagelar”, sino que pone en labios de Pilato la expresión: “le daré un escarmiento”. San Lucas no habla de la coronación de espinas ni de las humillaciones que sufrió Jesús a manos de la soldadesca de Pilato. Omite las declaraciones de los testigos falsos que le acusaron y resalta la respuesta de Jesús, llena de dignidad: «Si os lo digo, no lo vais a creer;  y si os pregunto, no me vais a responder. Pero, desde ahora, el Hijo del hombre estará sentado a la derecha del poder de Dios». Dijeron todos: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?». Él les dijo: «Vosotros lo decís, yo lo soy».
           Presenta a Jesús lleno de misericordia: mira a Pedro después de las tres negaciones para facilitarle la conversión; consuela a las hijas de Jerusalén, más preocupado por las desgracias que iban a venir sobre la ciudad que por sus propios sufrimientos; reza por los que le crucifican para que sean perdonados; promete al buen ladrón la felicidad eterna ese mismo día; cuenta los frutos inmediatos de la muerte de Cristo: El centurión, al ver lo ocurrido, daba gloria a Dios, diciendo: «Realmente, este hombre era justo». Toda la muchedumbre que había concurrido a este espectáculo, al ver las cosas que habían ocurrido, se volvía dándose golpes de pecho. En esta Semana Santa meditemos despacio la Pasión de Jesús, reviviéndola con María, como Ella la vivió, iluminada por su fe en la resurrección victoriosa de su Hijo.
                                  

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