sábado, 11 de mayo de 2013

LA PANCARTA


                   En una manifestación en Lalín contra el proyecto de ley del ministro Wert se exhibió una pancarta maravillosa por lo que decía y por cómo lo decía. Era apenas una cartulina amarilla tamaño A3, manuscrita, que una chica levantaba sobre su cabeza: «Queremos una educación que forme PERSONAS no TÉCNICOS EN MANTENIMIENTO de este SISTEMA». Firmaría con entusiasmo debajo de esa frase. Comparto todos sus subrayados y todas sus mayúsculas, sin excepción ni matices. Cualquier modelo educativo avanzado debería proponerse semejante objetivo, pero…
                  También firmaría esa pancarta contra la vigente ley de educación y contra la anterior, forjadoras ambas de los técnicos en mantenimiento del sistema que padecemos, tan quebrado e inmoral. El medio más seguro de formar técnicos del sistema consiste en desconsiderar a los estudiantes como personas e intentar uniformarlos, convertirlos en clicks de Playmobil perfectamente intercambiables, indiferenciados, prescindibles (van incluso más allá de los famosos muñecos, porque los clicks, al menos, diferencian entre sexos). Se consigue excluyendo del proceso educativo a todo el que no esté de acuerdo con quien manda, de manera que el poder quede libre para moldear a capricho conciencias y espíritus, sin que ni siquiera los padres puedan decir o hacer nada, o muy poco, o a muy alto precio.
                  Y al final, en efecto, se logra criar un ganado tranquilo, que pasta manso en los centros comerciales mientras sueña con que es muy contestatario, revolucionario o liberal, porque se mueve en las lindes, señaladas ya en la infancia, de lo políticamente correcto. Ningún halcón capitalista sería capaz de inventar un modelo educativo más a propósito o conveniente para sus negocios, para el sistema.
 

Paco Sánchez, publicado en La Voz de Galicia, 11.mayo.2013

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR, DOMINGO 12 DE MAYO, 2013



Los que se habían reunido, le preguntaron diciendo: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?”. Jesús les dijo: “No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos  que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta el confín de la tierra” En estos momentos que preceden a la ascensión de Jesús al cielo, sus discípulos siguen anhelando que el Mesías restaure el reino de Israel. Jesús rechaza  la pregunta sobre el futuro, pues sus discípulos no deben hacer conjeturas sobre lo que sucederá, sino vivir el momento presente. Jesús les responde con una promesa y una tarea: les enviará el Espíritu Santo  para que sean sus testigos hasta los confines del mundo. Esa promesa y esa tarea son actuales. Por medio de la Iglesia, Jesús no cesa de enviarnos su Espíritu en los sacramentos para que en este momento de la historia sus discípulos anunciemos a Jesús con nuestra vida y nuestra palabra.
 
            Dicho esto, a la vista de ellos, fue levantado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. La nube no significa aquí un viaje hacia las estrellas, un recorrido cósmico-geográfico, sino un entrar en el misterio de Dios, pues cuando aparece la nube en la Escritura –por ejemplo en la Transfiguración, o durante la peregrinación por el desierto como guía y sobre la tienda sagrada- es para expresar la cercanía de Dios. Jesús no va a ningún astro lejano, sino que entra en la comunión de vida y poder con Dios. Por eso su marcha a Dios le permite estar junto a nosotros, conforme nos había prometido: “Me voy y vuelvo a vuestro lado” (Jn, 14,28). Se va para poder estar más cerca de nosotros en cualquier tiempo y lugar donde nos encontremos. Este “Cristo junto al Padre” nos abre la senda hacia Dios y espera que le busquemos para morar en cada uno y guiarnos hasta el Padre.
 
            Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis aquí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como le habéis visto marcharse al cielo”. La Ascensión no sólo es el fundamento de la esperanza de volvernos a reunir con Jesucristo resucitado, sino un estímulo para trabajar en la transformación del mundo según el plan de Dios. Ahora no es  momento para quedarnos parados mirando al cielo, sino para preparar esta tierra para la segunda venida de Jesús llevando a cabo la tarea que nos confió cuando salió de este mundo.
Y les dijo: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día  y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto». La conversión y el perdón de los pecados que los apóstoles, sus sucesores y todos los cristianos hemos de anunciar y ofrecer en nombre del Señor, son fruto de la Pasión,  Muerte y Resurrección del Señor. Pero Jesús no nos deja solos en esa tarea. Dentro de pocos días va a cumplir la promesa suya y del Padre: traernos el gran Don del Espíritu Santo, que nos atrae hacia Jesucristo dándonos la fuerza para ayudar a los demás a encontrarle, siendo testigos del amor de Cristo.
           
Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo.  Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios. Bendecir con las manos levantadas sobre el pueblo es lo que hacía el sumo sacerdote de Israel después del sacrificio solemne. Con este gesto, Jesús, verdadero Sumo sacerdote, propaga en la Iglesia la gracia conseguida por su sacrificio en la Cruz entre todos los hombres de todos los tiempos. Se va, pero sus manos quedan sobre nuestras vidas, bendiciendo, perdonando, enviándonos su Espíritu.  Por eso sus discípulos y nosotros estamos llenos de alegría. Jesús se ha quedado, no nos ha dejado huérfanos.
                                  


sábado, 4 de mayo de 2013

DOMINGO 5 DE MAYO, 2013


               En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. Amamos a Jesús cuando dejamos que sus enseñanzas se hagan vida en nosotros, sobre todo su “mandamiento nuevo”: que nos amemos unos a otros como Él nos amó. Al vivir así, el Padre reconoce en cada uno de nosotros a su Hijo y nos ama como ama a su Hijo, entregándonos su Espíritu. La Trinidad Santísima se aloja entonces en nuestro corazón, somos templos de Dios. La comunión eucarística refuerza este habitar de Dios Uno y Trino en nuestras almas. Gracias, Jesús, por esta promesa tuya que supera nuestra imaginación.
 
             Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado,  pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. El Espíritu Santo ayuda a interiorizar la enseñanza de Jesús, a comprenderla y a convertirla en vida, en caridad. El Espíritu Santo despierta el gusto y el deseo de las realidades que Jesucristo nos ofrece: la fe hecha vida de unión con Él a través de todas las circunstancias, también las dolorosas. El Espíritu Santo nos da la escucha dócil, la “obediencia de la fe” a la voz de Jesús. Nos consuela porque con sus dones nos permite vivir metidos en Dios.
 
            La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. La paz de Cristo es un don interior. No es la ausencia de conflictos exteriores, sino una armonía que es fruto de nuestro abandono en Dios, al que vemos siempre como un Padre amoroso. Es una paz duradera, no frágil como la mundana. Esta paz es la única que puede calmar nuestro corazón y hacerlo valiente para afrontar las circunstancias más difíciles.
 
            En la primera lectura vemos actuar al Espíritu Santo que ilumina a los apóstoles en el concilio de Jerusalén para que la Iglesia apostólica recupere la paz, enturbiada por los problemas de convivencia entre algunos cristianos procedentes del judaísmo que querían obligar a los bautizados no judíos a observar las prescripciones rituales –circuncisión, no comer carne de cerdo, etc.- que venían de Moisés. Entonces los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron elegir a algunos de ellos para mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas llamado Barsabás y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos,  y enviaron por medio de ellos esta carta: (…) Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de uniones ilegítimas. Haréis bien en apartaros de todo esto. Saludos». Conseguir una convivencia pacífica exigía renuncias por ambas partes y las deliberaciones de los apóstoles y, sobre todo, su oración, condujeron a esas conclusiones en  que se pedía a los cristianos provenientes del judaísmo no imponer a los otros sus costumbres y a los procedentes del paganismo restringir su libertad para tomar todo tipo de alimentos y no casarse entre parientes.
 
                Y me llevó en Espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, y tenía la gloria de Dios; su resplandor era semejante a una piedra muy preciosa, como piedra de jaspe cristalino.  Tenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel.(…) Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso es su santuario y también el Cordero.  Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero. En esta ciudad “santa” está representado el proyecto de Dios para su Iglesia y para toda la humanidad. La vida de esta ciudad está en estrecha relación con Jesús, el Cordero de Dios, degollado y resucitado. Nuestra vida de cristianos en la Iglesia, con la Trinidad habitando en nuestra alma, es un anticipo de la felicidad futura que nos espera en la Jerusalén celestial.
                                    

DOMINGO 28 DE ABRIL, 2013


Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará”. La gloria de Dios y, por tanto, también la de Jesús, es la gloria de amar. La glorificación de Jesús comienza cuando inicia su Pasión. En ella, movido por un amor inmenso, lleva a cabo voluntariamente el plan de su Padre que nos entrega a su Hijo para que dé la vida por nosotros. En el amor con que Jesús se abraza a la Cruz está la semilla de su resurrecc
ión. El misterio Pascual aúna la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Jesús.
 
             Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. (…) Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» Jesús quiere prolongar de un modo nuevo su presencia en el mundo después de su partida al Padre por la muerte en la Cruz. Se queda en la Eucaristía, en su Palabra, custodiada por la Iglesia en  la Sagrada Escritura, y en el amor con que los suyos debemos amar, que es el mismo amor con que Jesús nos ama. Este mandamiento, resumen y culminación de la Ley de Cristo, es nuevo porque su referencia es la misma persona de Jesús y especialmente la entrega amorosa de su vida en la Cruz. Jesús, ¿me identifican como discípulo tuyo por mi modo de querer? ¿Está en mí tu amor generoso, sin límites, universal, capaz de transformar las circunstancias negativas y los obstáculos en ocasión de servir y entregar mi vida a los demás por Ti? Porque tú transformaste la peor situación –rechazado, escarnecido, abandonado, condenado, ajusticiado- en oportunidad de ofrecernos el amor más grande.
 
              Pablo y Bernabé, después de predicar el Evangelio en aquella ciudad y de ganar bastantes discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. Pablo ha experimentado que para amar como Jesús hay que pasar por muchas tribulaciones, como el Señor le había revelado a Ananías refiriéndose a Pablo:”Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre”. Realmente amar como Jesús nos supera. Tenemos en nosotros muchas tendencias que se oponen al amor y provocan divisiones, resentimientos, rencores, odios… Pero Jesús no nos ha dejado solos. La fuerza para amar como Él nos la ofrece en la Eucaristía. Cuando recibimos a Jesús, entra en nosotros su corazón repleto de amor-entrega. Por eso, contigo dentro, Jesús, nosotros podemos decir como Santiago y Juan: “Podemos”.
 
              Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe.  Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo.  Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios».  Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido.  Y dijo el que está sentado en el trono: «Mira, hago nuevas todas las cosas». Esta renovación de cielos y tierra es el resultado final de la resurrección de Jesús. Con ella comienza una cadena de transformaciones que culminará en esta escena de la Apocalipsis. Nosotros ahora estamos inmensos en este proceso de “renovación” de todas las cosas. Viviendo el “mandamiento nuevo” colaboramos con Dios a preparar este mundo nuevo  en el que Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Vale la pena.