sábado, 4 de mayo de 2013

DOMINGO 5 DE MAYO, 2013


               En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. Amamos a Jesús cuando dejamos que sus enseñanzas se hagan vida en nosotros, sobre todo su “mandamiento nuevo”: que nos amemos unos a otros como Él nos amó. Al vivir así, el Padre reconoce en cada uno de nosotros a su Hijo y nos ama como ama a su Hijo, entregándonos su Espíritu. La Trinidad Santísima se aloja entonces en nuestro corazón, somos templos de Dios. La comunión eucarística refuerza este habitar de Dios Uno y Trino en nuestras almas. Gracias, Jesús, por esta promesa tuya que supera nuestra imaginación.
 
             Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado,  pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. El Espíritu Santo ayuda a interiorizar la enseñanza de Jesús, a comprenderla y a convertirla en vida, en caridad. El Espíritu Santo despierta el gusto y el deseo de las realidades que Jesucristo nos ofrece: la fe hecha vida de unión con Él a través de todas las circunstancias, también las dolorosas. El Espíritu Santo nos da la escucha dócil, la “obediencia de la fe” a la voz de Jesús. Nos consuela porque con sus dones nos permite vivir metidos en Dios.
 
            La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. La paz de Cristo es un don interior. No es la ausencia de conflictos exteriores, sino una armonía que es fruto de nuestro abandono en Dios, al que vemos siempre como un Padre amoroso. Es una paz duradera, no frágil como la mundana. Esta paz es la única que puede calmar nuestro corazón y hacerlo valiente para afrontar las circunstancias más difíciles.
 
            En la primera lectura vemos actuar al Espíritu Santo que ilumina a los apóstoles en el concilio de Jerusalén para que la Iglesia apostólica recupere la paz, enturbiada por los problemas de convivencia entre algunos cristianos procedentes del judaísmo que querían obligar a los bautizados no judíos a observar las prescripciones rituales –circuncisión, no comer carne de cerdo, etc.- que venían de Moisés. Entonces los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron elegir a algunos de ellos para mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas llamado Barsabás y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos,  y enviaron por medio de ellos esta carta: (…) Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de uniones ilegítimas. Haréis bien en apartaros de todo esto. Saludos». Conseguir una convivencia pacífica exigía renuncias por ambas partes y las deliberaciones de los apóstoles y, sobre todo, su oración, condujeron a esas conclusiones en  que se pedía a los cristianos provenientes del judaísmo no imponer a los otros sus costumbres y a los procedentes del paganismo restringir su libertad para tomar todo tipo de alimentos y no casarse entre parientes.
 
                Y me llevó en Espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, y tenía la gloria de Dios; su resplandor era semejante a una piedra muy preciosa, como piedra de jaspe cristalino.  Tenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel.(…) Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso es su santuario y también el Cordero.  Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero. En esta ciudad “santa” está representado el proyecto de Dios para su Iglesia y para toda la humanidad. La vida de esta ciudad está en estrecha relación con Jesús, el Cordero de Dios, degollado y resucitado. Nuestra vida de cristianos en la Iglesia, con la Trinidad habitando en nuestra alma, es un anticipo de la felicidad futura que nos espera en la Jerusalén celestial.
                                    

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