lunes, 18 de marzo de 2013

FRANCISCO

                Parecía decir con su compostura «aquí me tenéis, ya podéis empezar a devorarme». Seguramente no pensaba eso, pero su actitud era la de un eccehomo ante la turba, no la de la plaza, sino la de los medios de comunicación que empezaban en ese justo momento a reproducir interminablemente su imagen, a vigilarlo, a desposeerlo de cualquier vida propia. Sin los atavíos de los que suelen revestir a los papas cuando aparecen por primera vez en la logia de las bendiciones de San Pedro, solo con la sotana blanca, parecía más desprotegido aún, los brazos caídos a los lados -ni recogidos en actitud de plegaria ni extendidos hacia la multitud-, con el semblante sereno, pero grave, la mirada quieta y esos setenta y seis años. A tal edad, la mayor parte de las personas llevan jubiladas una década o más y él empieza la etapa más exigente de su vida, casi una vida distinta, incluso con otro nombre. Al verle en la televisión con tal aire de desvalimiento, se me escapó un «¡Ay, pobre!».
 
                 Pero que nadie se engañe. Francisco es un papa que mandará mucho y sorprenderá a los comentaristas tempranos que se apresuran a clasificarlo y etiquetarlo, partiendo casi siempre de estereotipos equivocados de los jesuitas, olvidando que la Compañía de Jesús ha producido muchos más santos que papas. En esa muchedumbre de santos jesuitas deberían buscar indicios de cómo será el pontificado de Francisco, y en su nuevo nombre: una lectura de cualquiera de las muchas excelentes biografías de San Francisco podría ayudarles. La de Chesterton, por ejemplo, es muy breve y está al alcance de personas que comentan mucho y leen poco.


DOMINGO 17 DE MARZO, 2013

            Esto dice el Señor, que abrió camino en el mar  y una senda en las aguas impetuosas; que sacó a batalla carros y caballos,  la tropa y los héroes: caían para no levantarse,  se apagaron como mecha que se extingue.”No recordéis lo de antaño,  no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo;  ya está brotando, ¿no lo notáis? Abriré un camino en el desierto,  corrientes en el yermo”. Isaías anima a los judíos exiliados en Babilonia a no vivir de los recuerdos del pasado, sino a mirar hacia adelante porque Dios cumplirá su promesa con una “nueva creación”.
           Hermanos: todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor. Por él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo  y ser hallado en él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe. La palabra “justicia” en S. Pablo significa la acción divina de salvarnos. Cristo le conquistó y lo transformó interiormente cuando se le apareció en el camino de Damasco. Antes de eso, Pablo se creía salvado porque era un celoso observante de la Ley. Pero Jesús le descubre la soberbia oculta detrás de ese creerse bueno e impecable por cumplir la Ley. Jesús se le presenta como el verdadero salvador, porque carga por amor con los pecados de todos. El alma de Pablo se ilumina con este descubrimiento: Dios nos salva  cuando nos abrimos a su acción interior por la fe en Jesucristo. Y con esta luz, todo lo anterior es basura, nada. Pablo es “otro”. Es la “nueva creación”.
           Los escribas y los fariseos le traen una mujer sorprendida en adulterio, y, colocándola en medio,  le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio.  La ley de Moisés nos manda apedrear a las adúlteras; tú, ¿qué dices?».  Le preguntaban esto para comprometerlo y poder acusarlo. Pero Jesús, inclinándose, escribía con el dedo en el suelo. Como insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra».  E inclinándose otra vez, siguió escribiendo.  Ellos, al oírlo, se fueron escabullendo uno a uno empezando por los más viejos. La actitud de los escribas y fariseos ante la mujer sorprendida en adulterio es de juicio y condena: aplican la Ley de Moisés. Pero Jesús mira a la mujer de otra manera. Él no ha venido al mundo para juzgar y condenar sino para salvar, para crear una vida nueva, un nuevo comienzo, una nueva creación. Por eso encuentra el modo de liberar a la mujer de la muerte por lapidación, sin contradecir la Ley de Moisés: “El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra”.
            Y quedó solo Jesús, con la mujer en medio, que seguía allí delante. Jesús se incorporó y le preguntó: «Mujer, ¿dónde están tus acusadores?; ¿ninguno te ha condenado?». Ella contestó: «Ninguno, Señor». Jesús dijo: «Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más». En el segundo acto de este mini-drama sólo hay dos personas: Jesús y la mujer adúltera. Sólo Jesús podría tirar la primera piedra, porque es el único que no tiene culpa. Pero la libera del castigo merecido porque Él ha cargado con todas nuestras culpas. Sin embargo, Jesús no se contenta con liberarla de la lapidación, sino que le enseña el camino que lleva a la vida: “Anda, y en adelante no peques más”. Se ha cumplido la profecía de Isaías: en el desierto del pecado irrumpe la novedad: un río de misericordia que purifica y sana todo lo que encuentra haciendo nueva a toda criatura. “Anda” significa: vuelve a vivir, a esperar, vuelva a casa, recobra tu dignidad de mujer, anuncia a los hombres que no sólo existe la Ley, que existe también la gracia. Ya está aquí.

DOMINGO 10 DE MARZO, 2013

           Solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús les dijo esta parábola. «Un hombre tenía dos hijos; el menor de ellos dijo a su padre: “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. El padre les repartió los bienes. La parábola del padre misericordioso y sus dos hijos está dirigida a los fariseos y escribas  que critican a Jesús. Para ellos un pecador siempre es y será un pecador y como tal ha de ser condenado y rechazado. Al mismo tiempo, con esta parábola Jesús nos revela el corazón de su Padre celestial y el suyo, en sintonía perfecta con su Padre. La herencia que Dios nos ha repartido es nuestra propia vida, nuestra libertad personal, aunque sabe que la vamos a usar mal.
         No muchos días después, el hijo menor, juntando todo lo suyo, se marchó a un país lejano, y allí derrochó su fortuna viviendo perdidamente. Cuando lo había gastado todo, vino por aquella tierra un hambre terrible, y empezó él a pasar necesidad. Fue entonces y se contrató con uno de los ciudadanos de aquel país que lo mandó a sus campos a apacentar cerdos. Deseaba saciarse de las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba nada. Recapacitando entonces, se dijo: “Cuántos jornaleros de mi padre tienen abundancia de pan, mientras yo aquí me muero de hambre.  Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti;  ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros”.  Se levantó y vino a donde estaba su padre” Después de derrochar su herencia –su “sustancia”, es decir, su mismo ser que, al pecar, se deteriora- el hijo menor acaba perdiendo su dignidad: tiene que trabajar como criado, dedicarse a cuidar cerdos,   -animal inmundo para los judíos-, y al llegar la carestía comienza a padecer  hambre.
           Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos.  Su hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Pero el padre dijo a sus criados: “Sacad enseguida la mejor túnica y vestídsela; ponedle un anillo en la mano y sandalias en los pies; traed el ternero cebado y sacrificadlo; comamos y celebremos un banquete, porque este hijo mío estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. Y empezaron a celebrar el banquete. Su padre le reconoce de lejos porque cada día subía a la loma cercana a la casa para ver si venía su hijo. El padre no le espera, sino que sale a por él, “echando a correr”. Al ver el estado en que se halla –flaco, desarrapado, sucio, casi irreconocible- el padre le abraza y le llena de besos, no le deja hablar. Así es nuestro Padre Dios. Ojalá mantuviésemos esta imagen de Dios en nuestro pensamiento constantemente. La mejor túnica y el anillo son expresiones de la dignidad de hijo del rey que su padre le devuelve. No le recrimina, no le castiga, sino que hace una fiesta.
            Su hijo mayor estaba en el campo. Cuando al volver se acercaba a la casa, oyó la música y la danza, y llamando a uno de los criados, le preguntó qué era aquello. Este le contestó: “Ha vuelto tu hermano; y tu padre ha sacrificado el ternero cebado, porque lo ha recobrado con salud”. Él se indignó y no quería entrar, pero su padre salió e intentaba persuadirlo. Entonces él respondió a su padre: “Mira: en tantos años como te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya, a mí nunca me has dado un cabrito para tener un banquete con mis amigos; en cambio, cuando ha venido ese hijo tuyo que se ha comido tus bienes con malas mujeres, le matas el ternero cebado”. Él le dijo: “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo;  pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”».El hijo mayor se comporta de manera impecable pero no comprender la misericordia de su padre. Piensa que a su hermano habría que humillarle, y no hacer una fiesta en su honor. Él ni le considera ya hermano, le llama “ese hijo tuyo”. Después echa en cara a su padre que nunca le haya regalado un cabrito. Este hijo representa a los fariseos y letrados, y a todos los que ven la religión como un “cumplir unas obligaciones exteriores” y lo hacen, pero no tienen la relación filiar y gradecida con su padre que ahora tiene el hijo menor. Cumplen, pero no aman. Por eso no entienden la misericordia y la generosidad de nuestro Padre Dios. Jesús, ayúdanos a volver a ti una y otra vez como el hijo pequeño.

lunes, 4 de marzo de 2013

DOMINGO 3 DE MARZO, 2013

              Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar al Horeb, la montaña de Dios.  El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse. El fuego es símbolo de Dios, que es todo amor. No se consume porque es eterno. «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». Nuestro Dios busca establecer un relación personal con cada uno. “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel” El Señor nos revela aquí su misericordia. El siempre nos mira y nuestros sufrimientos no le dejan indiferente, sino que actúa para librarnos de ellos. Si ellos me preguntan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les respondo?».  Dios dijo a Moisés: «“Yo soy el que soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros» El nombre define a la persona. Dios no es abarcable, por eso su nombre está lleno de misterio. “Yo soy” quiere decir: “Yo soy el que se hace presente para liberaros”.

              Pues no quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar  y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar;  y todos comieron el mismo alimento espiritual;  y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo.  Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Estas palabras de San Pablo son una advertencia. La acción salvadora de Dios, siempre a nuestro lado, lleno de misericordia, sólo es eficaz si  nos abrimos a ella por la conversión. De la roca que es Cristo brota siempre agua viva. Nosotros accedemos a ella mediante la Eucaristía y la meditación de la Palabra de Dio.
            En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilatos con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?  Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera»  Los judíos que rodean a Jesús razonaban así: “Las personas que perecieron ahí eran culpables y por eso fueron castigadas. Nosotros no somos culpables: por eso no seremos castigados”. Cada uno  puede pensar que la llamada de la Iglesia a la conversión personal en esta Cuaresma es para otros, no mí. Por eso Jesús advierte que la salvación que Él nos ganó en la Cruz llega a cada uno si nos convertimos. La conversión comienza por mirar a Aquel a quien traspasaron nuestros pecados. Meditemos despacio la Pasión del Señor, sigamos paso a paso sus dolores. Escuchemos sus palabras en la Cruz.

           Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.  Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”.  Pero el viñador respondió: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol,  a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar” La misericordia de Dios siempre deja al hombre un tiempo para la conversión. Año tras año, el Señor nos ofrece su gracia para cambiar de vida. Pero el tiempo no es ilimitado. No demoremos más nuestra vuelta a Dios.

 

DOMINGO 24 DE FEBRERO, 2013

             En aquel tiempo, Jesús toma consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, sube aparte con ellos solos a un monte alto, y se transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo. Sólo S. Lucas menciona el motivo -subió a lo alto del monte para orar-  y da la clave para entender este acontecimiento: Y, mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor.  Jesús conversa con su Padre, en una perfecta compenetración. Cuando Moisés bajó del monte Sinaí, donde le había hablado Dios, tenía radiante la piel de la cara, relata el Éxodo. Esa luz  que emanaba del rostro de Moisés venía de fuera. En el caso de Jesús, Él mismo es la Luz, es Dios Hijo, Luz de Luz, por eso su resplandor viene de dentro, reverbera en su humanidad la gloria de su divinidad.

            Se les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Aquí se hace visible lo que Jesús resucitado explicará a los discípulos de Emaús: que la Ley -representada por Moisés-  y los Profetas  -representados por Elías- hablan de Jesús. De nuevo S. Lucas nos dice de qué hablaban: hablaban de su éxodo, que él iba a consumar en Jerusalén. El éxodo de Jesús es su salida de esta vida a través de la Cruz - “mar Rojo”, color de sangre- que iba a  sufrir en Jerusalén para alcanzar la gloria. El tema de la charla de Elías y Moisés con Jesús es la Pasión de Cristo. Mientras hablan con el Transfigurado, nos enseñan que esa Pasión nos salva, porque se transforma en luz, en liberación y gozo. El episodio de la Transfiguración ilumina el camino escogido por Dios para salvarnos: la Pasión y Muerte del Hijo. Desde ahora, toda la Escritura –la Ley y los Profetas- ha de ser leída a la luz de esta revelación novedosa. Benedicto XVI comenta en su libro “Jesús de Nazaret”: “Tenemos que dejar que el Señor nos introduzca de nuevo en su conversación con Moisés y Elías; tenemos que aprender a comprender  la Escritura de nuevo a partir de Él, el Resucitado”.

            Entonces Pedro tomó la palabra y dijo a Jesús: “Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”. No sabía qué decir, pues estaban asustados. En esos días, los judíos  celebraban la fiesta de las Tiendas, para recordar y agradecer la protección de Dios  cuando Israel vivía en tiendas al atravesar el desierto camino de la tierra prometida. Una de las características de los tiempos mesiánicos era que los justos vivirían en las “moradas divinas”, de las cuales eran figura las tiendas de Israel. Por eso Pedro, al ver a Jesús transfigurado, piensa que en ese momento se ha hecho realidad lo que esperaban con la fiesta de las Tiendas. El Papa comenta: “Al bajar del monte, Pedro debe aprender a comprender de un modo nuevo que el tiempo mesiánico es, en primer lugar, el tiempo de la cruz; y que la transfiguración –ser luz en virtud del Señor y con Él- comporta nuestro ser abrasados por la luz de la pasión”.

           Se formó una nube que los cubrió y salió una voz de la nube: “Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo”. Durante la travesía por el desierto, la presencia de Dios se manifestaba en forma de nube que cubría con su sombra la “tienda del encuentro”. Ahora, Jesús es la Tienda donde habita Dios, y su sombra cubre a sus amigos. Se repite la escena del Bautismo de Cristo, cuando el Padre proclama a Jesús como su Hijo, el amado. Y añade: “Escuchadlo”: un mandato del Padre. Escuchar al Hijo, su Palabra, es meditar la Escritura Santa. A través de esas “palabras de vida eterna”, leídas y meditadas según el sentir de la Iglesia, Dios se pone en contacto con nosotros.  Jesús, que yo y todos los cristianos nos alimentemos con tu Palabra cada día.