lunes, 4 de marzo de 2013

DOMINGO 3 DE MARZO, 2013

              Moisés pastoreaba el rebaño de su suegro Jetró, sacerdote de Madián. Llevó el rebaño trashumando por el desierto hasta llegar al Horeb, la montaña de Dios.  El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas. Moisés se fijó: la zarza ardía sin consumirse. El fuego es símbolo de Dios, que es todo amor. No se consume porque es eterno. «Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob». Nuestro Dios busca establecer un relación personal con cada uno. “He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel” El Señor nos revela aquí su misericordia. El siempre nos mira y nuestros sufrimientos no le dejan indiferente, sino que actúa para librarnos de ellos. Si ellos me preguntan: “¿Cuál es su nombre?”, ¿qué les respondo?».  Dios dijo a Moisés: «“Yo soy el que soy”; esto dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me envía a vosotros» El nombre define a la persona. Dios no es abarcable, por eso su nombre está lleno de misterio. “Yo soy” quiere decir: “Yo soy el que se hace presente para liberaros”.

              Pues no quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la nube y todos atravesaron el mar  y todos fueron bautizados en Moisés por la nube y por el mar;  y todos comieron el mismo alimento espiritual;  y todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual que los seguía; y la roca era Cristo.  Pero la mayoría de ellos no agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo codiciaron ellos. Estas palabras de San Pablo son una advertencia. La acción salvadora de Dios, siempre a nuestro lado, lleno de misericordia, sólo es eficaz si  nos abrimos a ella por la conversión. De la roca que es Cristo brota siempre agua viva. Nosotros accedemos a ella mediante la Eucaristía y la meditación de la Palabra de Dio.
            En aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya sangre había mezclado Pilatos con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús respondió: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás habitantes de Jerusalén?  Os digo que no; y, si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera»  Los judíos que rodean a Jesús razonaban así: “Las personas que perecieron ahí eran culpables y por eso fueron castigadas. Nosotros no somos culpables: por eso no seremos castigados”. Cada uno  puede pensar que la llamada de la Iglesia a la conversión personal en esta Cuaresma es para otros, no mí. Por eso Jesús advierte que la salvación que Él nos ganó en la Cruz llega a cada uno si nos convertimos. La conversión comienza por mirar a Aquel a quien traspasaron nuestros pecados. Meditemos despacio la Pasión del Señor, sigamos paso a paso sus dolores. Escuchemos sus palabras en la Cruz.

           Y les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a buscar fruto en ella, y no lo encontró.  Dijo entonces al viñador: “Ya ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”.  Pero el viñador respondió: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol,  a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar” La misericordia de Dios siempre deja al hombre un tiempo para la conversión. Año tras año, el Señor nos ofrece su gracia para cambiar de vida. Pero el tiempo no es ilimitado. No demoremos más nuestra vuelta a Dios.

 

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