Pues
no quiero que ignoréis, hermanos, que nuestros padres estuvieron todos bajo la
nube y todos atravesaron el mar y todos fueron bautizados en Moisés por
la nube y por el mar; y todos comieron el mismo alimento espiritual; y
todos bebieron la misma bebida espiritual, pues bebían de la roca espiritual
que los seguía; y la roca era Cristo. Pero la mayoría de ellos no
agradaron a Dios, pues sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto. Estas
cosas sucedieron en figura para nosotros, para que no codiciemos el mal como lo
codiciaron ellos.
Estas palabras de San Pablo son una advertencia. La acción salvadora de Dios,
siempre a nuestro lado, lleno de misericordia, sólo es eficaz si nos abrimos a ella por la conversión. De la
roca que es Cristo brota siempre agua viva. Nosotros accedemos a ella mediante
la Eucaristía y la meditación de la Palabra de Dio.
En
aquel momento se presentaron algunos a contar a Jesús lo de los galileos, cuya
sangre había mezclado Pilatos con la de los sacrificios que ofrecían. Jesús
respondió: “¿Pensáis que esos galileos eran más pecadores que los demás
galileos porque han padecido todo esto? Os digo que no; y, si no os convertís,
todos pereceréis lo mismo. O aquellos dieciocho sobre los que cayó la
torre en Siloé y los mató, ¿pensáis que eran más culpables que los demás
habitantes de Jerusalén? Os digo que no; y, si no os convertís, todos
pereceréis de la misma manera» Los judíos que
rodean a Jesús razonaban así: “Las personas que perecieron ahí eran culpables y
por eso fueron castigadas. Nosotros no somos culpables: por eso no seremos
castigados”. Cada uno puede pensar que la
llamada de la Iglesia a la conversión personal en esta Cuaresma es para otros,
no mí. Por eso Jesús advierte que la salvación que Él nos ganó en la Cruz llega
a cada uno si nos convertimos. La conversión comienza por mirar a Aquel a quien
traspasaron nuestros pecados. Meditemos despacio la Pasión del Señor, sigamos
paso a paso sus dolores. Escuchemos sus palabras en la Cruz.
Y
les dijo esta parábola: «Uno tenía una higuera plantada en su viña, y fue a
buscar fruto en ella, y no lo encontró. Dijo entonces al viñador: “Ya
ves, tres años llevo viniendo a buscar fruto en esta higuera, y no lo
encuentro. Córtala. ¿Para qué va a perjudicar el terreno?”. Pero el viñador
respondió: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor
y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes
cortar”
La misericordia de Dios siempre deja al hombre un tiempo para la conversión.
Año tras año, el Señor nos ofrece su gracia para cambiar de vida. Pero el
tiempo no es ilimitado. No demoremos más nuestra vuelta a Dios.
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