sábado, 11 de mayo de 2013

LA PANCARTA


                   En una manifestación en Lalín contra el proyecto de ley del ministro Wert se exhibió una pancarta maravillosa por lo que decía y por cómo lo decía. Era apenas una cartulina amarilla tamaño A3, manuscrita, que una chica levantaba sobre su cabeza: «Queremos una educación que forme PERSONAS no TÉCNICOS EN MANTENIMIENTO de este SISTEMA». Firmaría con entusiasmo debajo de esa frase. Comparto todos sus subrayados y todas sus mayúsculas, sin excepción ni matices. Cualquier modelo educativo avanzado debería proponerse semejante objetivo, pero…
                  También firmaría esa pancarta contra la vigente ley de educación y contra la anterior, forjadoras ambas de los técnicos en mantenimiento del sistema que padecemos, tan quebrado e inmoral. El medio más seguro de formar técnicos del sistema consiste en desconsiderar a los estudiantes como personas e intentar uniformarlos, convertirlos en clicks de Playmobil perfectamente intercambiables, indiferenciados, prescindibles (van incluso más allá de los famosos muñecos, porque los clicks, al menos, diferencian entre sexos). Se consigue excluyendo del proceso educativo a todo el que no esté de acuerdo con quien manda, de manera que el poder quede libre para moldear a capricho conciencias y espíritus, sin que ni siquiera los padres puedan decir o hacer nada, o muy poco, o a muy alto precio.
                  Y al final, en efecto, se logra criar un ganado tranquilo, que pasta manso en los centros comerciales mientras sueña con que es muy contestatario, revolucionario o liberal, porque se mueve en las lindes, señaladas ya en la infancia, de lo políticamente correcto. Ningún halcón capitalista sería capaz de inventar un modelo educativo más a propósito o conveniente para sus negocios, para el sistema.
 

Paco Sánchez, publicado en La Voz de Galicia, 11.mayo.2013

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR, DOMINGO 12 DE MAYO, 2013



Los que se habían reunido, le preguntaron diciendo: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a Israel?”. Jesús les dijo: “No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos  que el Padre ha establecido con su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria y hasta el confín de la tierra” En estos momentos que preceden a la ascensión de Jesús al cielo, sus discípulos siguen anhelando que el Mesías restaure el reino de Israel. Jesús rechaza  la pregunta sobre el futuro, pues sus discípulos no deben hacer conjeturas sobre lo que sucederá, sino vivir el momento presente. Jesús les responde con una promesa y una tarea: les enviará el Espíritu Santo  para que sean sus testigos hasta los confines del mundo. Esa promesa y esa tarea son actuales. Por medio de la Iglesia, Jesús no cesa de enviarnos su Espíritu en los sacramentos para que en este momento de la historia sus discípulos anunciemos a Jesús con nuestra vida y nuestra palabra.
 
            Dicho esto, a la vista de ellos, fue levantado al cielo, hasta que una nube se lo quitó de la vista. La nube no significa aquí un viaje hacia las estrellas, un recorrido cósmico-geográfico, sino un entrar en el misterio de Dios, pues cuando aparece la nube en la Escritura –por ejemplo en la Transfiguración, o durante la peregrinación por el desierto como guía y sobre la tienda sagrada- es para expresar la cercanía de Dios. Jesús no va a ningún astro lejano, sino que entra en la comunión de vida y poder con Dios. Por eso su marcha a Dios le permite estar junto a nosotros, conforme nos había prometido: “Me voy y vuelvo a vuestro lado” (Jn, 14,28). Se va para poder estar más cerca de nosotros en cualquier tiempo y lugar donde nos encontremos. Este “Cristo junto al Padre” nos abre la senda hacia Dios y espera que le busquemos para morar en cada uno y guiarnos hasta el Padre.
 
            Cuando miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis aquí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como le habéis visto marcharse al cielo”. La Ascensión no sólo es el fundamento de la esperanza de volvernos a reunir con Jesucristo resucitado, sino un estímulo para trabajar en la transformación del mundo según el plan de Dios. Ahora no es  momento para quedarnos parados mirando al cielo, sino para preparar esta tierra para la segunda venida de Jesús llevando a cabo la tarea que nos confió cuando salió de este mundo.
Y les dijo: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día  y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre; vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la fuerza que viene de lo alto». La conversión y el perdón de los pecados que los apóstoles, sus sucesores y todos los cristianos hemos de anunciar y ofrecer en nombre del Señor, son fruto de la Pasión,  Muerte y Resurrección del Señor. Pero Jesús no nos deja solos en esa tarea. Dentro de pocos días va a cumplir la promesa suya y del Padre: traernos el gran Don del Espíritu Santo, que nos atrae hacia Jesucristo dándonos la fuerza para ayudar a los demás a encontrarle, siendo testigos del amor de Cristo.
           
Y los sacó hasta cerca de Betania y, levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de ellos, y fue llevado hacia el cielo.  Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios. Bendecir con las manos levantadas sobre el pueblo es lo que hacía el sumo sacerdote de Israel después del sacrificio solemne. Con este gesto, Jesús, verdadero Sumo sacerdote, propaga en la Iglesia la gracia conseguida por su sacrificio en la Cruz entre todos los hombres de todos los tiempos. Se va, pero sus manos quedan sobre nuestras vidas, bendiciendo, perdonando, enviándonos su Espíritu.  Por eso sus discípulos y nosotros estamos llenos de alegría. Jesús se ha quedado, no nos ha dejado huérfanos.
                                  


sábado, 4 de mayo de 2013

DOMINGO 5 DE MAYO, 2013


               En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. Amamos a Jesús cuando dejamos que sus enseñanzas se hagan vida en nosotros, sobre todo su “mandamiento nuevo”: que nos amemos unos a otros como Él nos amó. Al vivir así, el Padre reconoce en cada uno de nosotros a su Hijo y nos ama como ama a su Hijo, entregándonos su Espíritu. La Trinidad Santísima se aloja entonces en nuestro corazón, somos templos de Dios. La comunión eucarística refuerza este habitar de Dios Uno y Trino en nuestras almas. Gracias, Jesús, por esta promesa tuya que supera nuestra imaginación.
 
             Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado,  pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. El Espíritu Santo ayuda a interiorizar la enseñanza de Jesús, a comprenderla y a convertirla en vida, en caridad. El Espíritu Santo despierta el gusto y el deseo de las realidades que Jesucristo nos ofrece: la fe hecha vida de unión con Él a través de todas las circunstancias, también las dolorosas. El Espíritu Santo nos da la escucha dócil, la “obediencia de la fe” a la voz de Jesús. Nos consuela porque con sus dones nos permite vivir metidos en Dios.
 
            La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. La paz de Cristo es un don interior. No es la ausencia de conflictos exteriores, sino una armonía que es fruto de nuestro abandono en Dios, al que vemos siempre como un Padre amoroso. Es una paz duradera, no frágil como la mundana. Esta paz es la única que puede calmar nuestro corazón y hacerlo valiente para afrontar las circunstancias más difíciles.
 
            En la primera lectura vemos actuar al Espíritu Santo que ilumina a los apóstoles en el concilio de Jerusalén para que la Iglesia apostólica recupere la paz, enturbiada por los problemas de convivencia entre algunos cristianos procedentes del judaísmo que querían obligar a los bautizados no judíos a observar las prescripciones rituales –circuncisión, no comer carne de cerdo, etc.- que venían de Moisés. Entonces los apóstoles y los presbíteros con toda la Iglesia acordaron elegir a algunos de ellos para mandarlos a Antioquía con Pablo y Bernabé. Eligieron a Judas llamado Barsabás y a Silas, miembros eminentes entre los hermanos,  y enviaron por medio de ellos esta carta: (…) Hemos decidido, el Espíritu Santo y nosotros, no imponeros más cargas que las indispensables: que os abstengáis de carne sacrificada a los ídolos, de sangre, de animales estrangulados y de uniones ilegítimas. Haréis bien en apartaros de todo esto. Saludos». Conseguir una convivencia pacífica exigía renuncias por ambas partes y las deliberaciones de los apóstoles y, sobre todo, su oración, condujeron a esas conclusiones en  que se pedía a los cristianos provenientes del judaísmo no imponer a los otros sus costumbres y a los procedentes del paganismo restringir su libertad para tomar todo tipo de alimentos y no casarse entre parientes.
 
                Y me llevó en Espíritu a un monte grande y elevado, y me mostró la ciudad santa de Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, y tenía la gloria de Dios; su resplandor era semejante a una piedra muy preciosa, como piedra de jaspe cristalino.  Tenía una muralla grande y elevada, tenía doce puertas y sobre las puertas doce ángeles y nombres grabados que son las doce tribus de Israel.(…) Y en ella no vi santuario, pues el Señor, Dios todopoderoso es su santuario y también el Cordero.  Y la ciudad no necesita del sol ni de la luna que la alumbre, pues la gloria del Señor la ilumina, y su lámpara es el Cordero. En esta ciudad “santa” está representado el proyecto de Dios para su Iglesia y para toda la humanidad. La vida de esta ciudad está en estrecha relación con Jesús, el Cordero de Dios, degollado y resucitado. Nuestra vida de cristianos en la Iglesia, con la Trinidad habitando en nuestra alma, es un anticipo de la felicidad futura que nos espera en la Jerusalén celestial.
                                    

DOMINGO 28 DE ABRIL, 2013


Cuando salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará”. La gloria de Dios y, por tanto, también la de Jesús, es la gloria de amar. La glorificación de Jesús comienza cuando inicia su Pasión. En ella, movido por un amor inmenso, lleva a cabo voluntariamente el plan de su Padre que nos entrega a su Hijo para que dé la vida por nosotros. En el amor con que Jesús se abraza a la Cruz está la semilla de su resurrecc
ión. El misterio Pascual aúna la Pasión, la Muerte y la Resurrección de Jesús.
 
             Hijitos, me queda poco de estar con vosotros. (…) Os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» Jesús quiere prolongar de un modo nuevo su presencia en el mundo después de su partida al Padre por la muerte en la Cruz. Se queda en la Eucaristía, en su Palabra, custodiada por la Iglesia en  la Sagrada Escritura, y en el amor con que los suyos debemos amar, que es el mismo amor con que Jesús nos ama. Este mandamiento, resumen y culminación de la Ley de Cristo, es nuevo porque su referencia es la misma persona de Jesús y especialmente la entrega amorosa de su vida en la Cruz. Jesús, ¿me identifican como discípulo tuyo por mi modo de querer? ¿Está en mí tu amor generoso, sin límites, universal, capaz de transformar las circunstancias negativas y los obstáculos en ocasión de servir y entregar mi vida a los demás por Ti? Porque tú transformaste la peor situación –rechazado, escarnecido, abandonado, condenado, ajusticiado- en oportunidad de ofrecernos el amor más grande.
 
              Pablo y Bernabé, después de predicar el Evangelio en aquella ciudad y de ganar bastantes discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. Pablo ha experimentado que para amar como Jesús hay que pasar por muchas tribulaciones, como el Señor le había revelado a Ananías refiriéndose a Pablo:”Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre”. Realmente amar como Jesús nos supera. Tenemos en nosotros muchas tendencias que se oponen al amor y provocan divisiones, resentimientos, rencores, odios… Pero Jesús no nos ha dejado solos. La fuerza para amar como Él nos la ofrece en la Eucaristía. Cuando recibimos a Jesús, entra en nosotros su corazón repleto de amor-entrega. Por eso, contigo dentro, Jesús, nosotros podemos decir como Santiago y Juan: “Podemos”.
 
              Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe.  Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo.  Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios».  Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido.  Y dijo el que está sentado en el trono: «Mira, hago nuevas todas las cosas». Esta renovación de cielos y tierra es el resultado final de la resurrección de Jesús. Con ella comienza una cadena de transformaciones que culminará en esta escena de la Apocalipsis. Nosotros ahora estamos inmensos en este proceso de “renovación” de todas las cosas. Viviendo el “mandamiento nuevo” colaboramos con Dios a preparar este mundo nuevo  en el que Dios enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Vale la pena.
                                                                                                                    

domingo, 21 de abril de 2013

DOMINGO 21 DE ABRIL, 2013


             En aquel tiempo, dijo Jesús: “Mis ovejas escuchan mi voz, y yo las conozco, y ellas me siguen,  y yo les doy la vida eterna; no perecerán para siempre, y nadie las arrebatará de mi mano. Jesús nos habla, al final de la alegría del Buen Pastor, sobre las características de nuestra amistad con Él. Para que esa relación sea profunda, lo primero es escuchar su voz, la Palabra de Dios. Para seguir a Jesús hemos de meditar la Sagrada Escritura y, en particular, los Evangelios, corazón de la Biblia. Sin la lectura meditada de la Palabra de Dios, tal como nos la ofrece la Iglesia, nuestra relación con Jesús será superficial y apenas se reflejará en la vida.
           Mi Padre, que me las ha dado, es mayor que todo, y nadie puede arrebatarlas de la mano de mi Padre. Yo y el Padre somos uno”. Nuestro acercamiento a Jesús realmente es iniciativa del Padre celestial, como dijo el Señor en otra ocasión: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me ha enviado”. La fuerza de nuestro amor a Jesús está basada en la fe, la esperanza y el amor, en los sacramentos, dones de Dios.   El Buen Pastor nos conoce personalmente y nosotros, meditando su Palabra con las luces del Espíritu Santo, entramos en comunión con Jesús, Camino y Puerta para entrar en  Dios-Trinidad.
          Disuelta la asamblea sinagogal, muchos judíos y prosélitos adoradores de Dios siguieron a Pablo y Bernabé, que hablaban con ellos exhortándolos a perseverar fieles a la gracia de Dios.  El sábado siguiente, casi toda la ciudad acudió a oír la palabra del Señor.  Al ver el gentío, los judíos se llenaron de envidia y respondían con blasfemias a las palabras de Pablo.  Entonces Pablo y Bernabé dijeron con toda valentía: «Teníamos que anunciaros primero a vosotros la palabra de Dios; pero como la rechazáis y no os consideráis dignos de la vida eterna, sabed que nos dedicamos a los gentiles.  Así nos lo ha mandado el Señor: Yo te he puesto como luz de los gentiles, para que lleves la salvación hasta el confín de la tierra». Cuando los gentiles oyeron esto, se alegraron y alababan la palabra del Señor; y creyeron los que estaban destinados a la vida eterna. Muchos judíos escucharon y se adhirieron a Jesús cuando Pablo y Bernabé hablaron de Él en la sinagoga de Antioquía de Pisidia. Pero otros tuvieron celos porque pensaban que la salvación era exclusivamente para los judíos. Con esta actitud se cierran a amor universal del Padre, y por eso rechazan a Jesús.  
          Yo les doy la vida eterna, dice Jesús. No os consideráis dignos de la vida eterna, espeta Pablo a los judíos que rechazan a Jesús. La fe es semilla de vida eterna. Cuando recibimos los sacramentos, especialmente la Sagrada Eucaristía, la vida eterna,  vida de Dios, entra en nosotros. Después de esto vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas, de pie delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos.  Y uno de los ancianos me dijo: «Estos que están vestidos con vestiduras blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?». Yo le respondí: «Señor mío, tú lo sabrás». Él me respondió: «Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Los santos no han vivido una existencia perfecta, sin manchas, sin pecados, sino que se han dejado curar por el Buen Pastor: Porque el Cordero que está delante del trono los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Jesús, Buen Pastor convertido en Cordero degollado y resucitado, danos el buen alimento de tu Palabra y guíanos en esta vida hacia Ti, única fuente de aguas vivas. Condúcenos al sacramento de la reconciliación cuando nos veamos manchados por nuestros pecados y faltas.

DOMINGO 14 DE ABRIL, 2013


             Estaban juntos Simón Pedro, Tomás, apodado el Mellizo; Natanael, el de Caná de Galilea; los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.  Simón Pedro les dice: «Me voy a pescar». Ellos contestan: «Vamos también nosotros contigo». Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada.  Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.  Jesús les dice: «Muchachos, ¿tenéis pescado?». Ellos contestaron: «No».  Él les dice: «Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis». La echaron, y no podían sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo a quien Jesús amaba le dice a Pedro: «Es el Señor». Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos doscientos codos, remolcando la red con los peces. Los apóstoles han vuelto a su trabajo habitual y Jesús se les aparece de una manera discreta. No les deslumbra con su gloria de resucitado sino que se inserta en su vida cotidiana de una forma natural. De hecho sólo Juan, con su intuición especial, le reconoce. Esto mismo pasa en nuestra vida. Sólo si tenemos los ojos y el corazón vigilantes, como Juan, reconocemos a Jesús presente, cercano y activo en nuestra vida de cada día.
           Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice: «Traed de los peces que acabáis de coger». Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red. Jesús les dice: «Vamos, almorzad». Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor. Jesús se acerca, toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Jesús resucitado les ha preparado una comida que evoca la Eucaristía. También cada nos ofrece Jesús el pan de la Eucaristía sobre las brasas de su pasión y muerte. Y nos pide, como a esos apóstoles, que aportemos algo nuestro. Los apóstoles le llevan los peces que acaban de coger. Son conscientes de que esos pescados son don de Dios, pero ellos han cooperado, los han subido a la barca y los han arrastrado hasta la orilla donde está Jesús. Por eso aportan algo que es también suyo. Jesús nos pide reciprocidad en el amor. Él quiere ofrecerse en la Misa con todos sus miembros, que somos nosotros. Por eso hemos de contribuir con nuestros dones, nuestro trabajo, nuestros sacrificios, nuestra entrega a los demás.
            Después de comer, dice Jesús a Simón Pedro: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas más que estos?». Él le contestó: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis corderos». Por segunda vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Él le contesta: «Sí, Señor, tú sabes que te quiero». Él le dice: «Pastorea mis ovejas». Por tercera vez le pregunta: «Simón, hijo de Juan, ¿me quieres?». Se entristeció Pedro de que le preguntara por tercera vez: « ¿Me quieres?» y le contestó: «Señor, tú conoces todo, tú sabes que te quiero». Jesús le dice: «Apacienta mis ovejas.  En verdad, en verdad te digo: cuando eras joven, tú mismo te ceñías e ibas adonde querías; pero, cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras». Esto dijo aludiendo a la muerte con que iba a dar gloria a Dios. Dicho esto, añadió: «Sígueme» Las tres preguntas de Jesús son tres oportunidades para reparar las tres negaciones. Y son también una prueba para ver si ha aprendido la lección de la humildad. En la última Cena, Pedro lleno de seguridad se había puesto por encima de los demás al afirmar que aunque todos abandonasen a Jesús él no lo haría sino que daría la vida por su Maestro. Ahora no responde que le quiere más que los demás. Ya no  confía en sí mismo. Se apoya en Jesús. Por eso el Señor le confirma como Pastor de su Iglesia. Y le revela el don del martirio que le tiene reservado: una muerte con la que glorificará al Padre, por el mismo camino que Jesús. Por eso añade: «Sígueme». Y Pedro, con los demás apóstoles, pronto tuvieron ocasión de experimentar la  alegría se ser ultrajados al presentarse ante todos como testigos de Jesús resucitado. Todo esto –tanto las preguntas de Jesús, como su «Sígueme»,- es actual, nos afecta.
                                  

DOMINGO 7 DE ABRIL, 2013


            Al anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros».  Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. A Jesús resucitado ya no le detienen las puertas cerradas. Puede hacerse visible donde quiere y como quiere. Y la misma tarde del primer día de la semana, -desde entonces el “dies Domini”, el día del Señor, o domingo- viene a traer a los suyos el don que más necesitan en esos momentos de miedo e inquietud: la paz. En sus labios, el saludo tradicional de los judíos, -“shalom lajem”, paz a vosotros- trae a sus apóstoles la paz que tanto necesitan. Al mostrar sus manos y costado, les señala la fuente de la paz que les ha conquistado. Sus llagas son la prueba de hasta dónde llega el amor que Dios Padre les tiene. Y aunque habían abandonado a su Señor y Pedro le había negado, Jesús resucitado no les reprocha nada.
          Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. La alegría es el segundo don que nos trae Jesús en el tiempo de Pascua. El motivo de nuestra alegría es que Jesús ha vencido a la muerte, al demonio y al pecado con su resurrección.  Jesús repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo».  Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.  El tercer regalo de Jesús resucitado es su fuerza para transformar el mundo anunciando y dando la salvación ganada por Jesús en la Cruz. Al perdonar los pecados, los apóstoles darán vida a las almas muertas por el pecado. Los primeros cristianos, como nosotros ahora, tenemos la experiencia de haber sido resucitados por el perdón divino. Y, al mismo tiempo, de haber sido instrumentos de Dios para vivificar a otros.
            Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó: «Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo».  A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros».  Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!».  Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto» Esta es nuestra bienaventuranza. Nuestra fe, donde de Dios acogido libremente, nos permite vivir ahora una relación profunda con Jesús resucitado.
           Por mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del pueblo.(…) La gente sacaba los enfermos a las plazas, y los ponía en catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera sobre alguno.  Acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran curados. Jesús efectivamente hizo partícipes a los apóstoles y sus sucesores del poder de personar los pecados, pues estas curaciones espirituales son señal de  curaciones espirituales.
          «No temas; yo soy el Primero y el Último,  el Viviente; estuve muerto, pero ya ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del abismo. Esta visión de Jesús resucitado  que Juan describe al comienzo de la Apocalipsis tiene lugar “en el día del Señor, el domingo. En la Eucaristía, Jesús resucitado se nos muestra como el Viviente con poder de resucitar a los muertos. Señor, aumenta mi fe, que viva de ella, que es vivir de Ti.