Al
anochecer de aquel día, el primero de la semana, estaban los discípulos en una
casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús,
se puso en medio y les dijo: «Paz a vosotros». Y, diciendo esto, les enseñó
las manos y el costado. A Jesús resucitado ya no le detienen las puertas
cerradas. Puede hacerse visible donde quiere y como quiere. Y la misma tarde
del primer día de la semana, -desde entonces el “dies Domini”, el día del
Señor, o domingo- viene a traer a los suyos el don que más necesitan en esos
momentos de miedo e inquietud: la paz. En sus labios, el saludo tradicional de
los judíos, -“shalom lajem”, paz a vosotros- trae a sus apóstoles la paz que
tanto necesitan. Al mostrar sus manos y costado, les señala la fuente de la paz
que les ha conquistado. Sus llagas son la prueba de hasta dónde llega el amor
que Dios Padre les tiene. Y aunque habían abandonado a su Señor y Pedro le
había negado, Jesús resucitado no les reprocha nada.
Y
los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor. La alegría es
el segundo don que nos trae Jesús en el tiempo de Pascua. El motivo de nuestra
alegría es que Jesús ha vencido a la muerte, al demonio y al pecado con su resurrección.
Jesús
repitió: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío
yo». Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: «Recibid el
Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan
perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos. El tercer regalo de Jesús resucitado es su
fuerza para transformar el mundo anunciando y dando la salvación ganada por
Jesús en la Cruz. Al perdonar los pecados, los apóstoles darán vida a las almas
muertas por el pecado. Los primeros cristianos, como nosotros ahora, tenemos la
experiencia de haber sido resucitados por el perdón divino. Y, al mismo tiempo,
de haber sido instrumentos de Dios para vivificar a otros.
Tomás,
uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y
los otros discípulos le decían: «Hemos visto al Señor». Pero él les contestó:
«Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el
agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo». A los
ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó
Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: «Paz a vosotros».
Luego dijo a Tomás: «Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y
métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente». Contestó Tomás:
«¡Señor mío y Dios mío!». Jesús le dijo: «¿Porque me has visto has
creído? Bienaventurados los que crean sin haber visto» Esta es nuestra
bienaventuranza. Nuestra fe, donde de Dios acogido libremente, nos permite
vivir ahora una relación profunda con Jesús resucitado.
Por
mano de los apóstoles se realizaban muchos signos y prodigios en medio del
pueblo.(…) La gente sacaba los enfermos a las plazas, y los ponía en
catres y camillas, para que, al pasar Pedro, su sombra, por lo menos, cayera
sobre alguno. Acudía incluso mucha gente de las ciudades cercanas a
Jerusalén, llevando a enfermos y poseídos de espíritu inmundo, y todos eran
curados. Jesús efectivamente hizo partícipes a los apóstoles y sus
sucesores del poder de personar los pecados, pues estas curaciones espirituales
son señal de curaciones espirituales.
«No
temas; yo soy el Primero y el Último, el Viviente; estuve muerto, pero ya
ves: vivo por los siglos de los siglos, y tengo las llaves de la muerte y del
abismo. Esta
visión de Jesús resucitado que Juan
describe al comienzo de la Apocalipsis tiene lugar “en el día del Señor, el
domingo. En la Eucaristía, Jesús resucitado se nos muestra como el Viviente con
poder de resucitar a los muertos. Señor, aumenta mi fe, que viva de ella, que
es vivir de Ti.
No hay comentarios:
Publicar un comentario