Los que se habían reunido, le
preguntaron diciendo: “Señor, ¿es ahora cuando vas a restaurar el reino a
Israel?”. Jesús les dijo: “No os toca a vosotros conocer los tiempos o
momentos que el Padre ha establecido con
su propia autoridad; en cambio, recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va
a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y
Samaria y hasta el confín de la tierra” En estos momentos que preceden a la
ascensión de Jesús al cielo, sus discípulos siguen anhelando que el Mesías
restaure el reino de Israel. Jesús rechaza
la pregunta sobre el futuro, pues sus discípulos no deben hacer
conjeturas sobre lo que sucederá, sino vivir el momento presente. Jesús les
responde con una promesa y una tarea: les enviará el Espíritu Santo para que sean sus testigos hasta los confines
del mundo. Esa promesa y esa tarea son actuales. Por medio de la Iglesia, Jesús
no cesa de enviarnos su Espíritu en los sacramentos para que en este momento de
la historia sus discípulos anunciemos a Jesús con nuestra vida y nuestra
palabra.
Dicho
esto, a la vista de ellos, fue levantado al cielo, hasta que una nube se lo
quitó de la vista. La nube no significa aquí un viaje hacia las estrellas,
un recorrido cósmico-geográfico, sino un entrar en el misterio de Dios, pues
cuando aparece la nube en la Escritura –por ejemplo en la Transfiguración, o
durante la peregrinación por el desierto como guía y sobre la tienda sagrada-
es para expresar la cercanía de Dios. Jesús no va a ningún astro lejano, sino
que entra en la comunión de vida y poder con Dios. Por eso su marcha a Dios le
permite estar junto a nosotros, conforme nos había prometido: “Me voy y
vuelvo a vuestro lado” (Jn, 14,28). Se va para poder estar más cerca de
nosotros en cualquier tiempo y lugar donde nos encontremos. Este “Cristo junto
al Padre” nos abre la senda hacia Dios y espera que le busquemos para morar en
cada uno y guiarnos hasta el Padre.
Cuando
miraban fijos al cielo, mientras él se iba marchando, se les presentaron dos
hombres vestidos de blanco, que les dijeron: “Galileos, ¿qué hacéis aquí
plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros
y llevado al cielo, volverá como le habéis visto marcharse al cielo”. La
Ascensión no sólo es el fundamento de la esperanza de volvernos a reunir con
Jesucristo resucitado, sino un estímulo para trabajar en la transformación del
mundo según el plan de Dios. Ahora no es
momento para quedarnos parados mirando al cielo, sino para preparar esta
tierra para la segunda venida de Jesús llevando a cabo la tarea que nos confió
cuando salió de este mundo.
Y les dijo:
«Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al
tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de
los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois
testigos de esto. Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre;
vosotros, por vuestra parte, quedaos en la ciudad hasta que os revistáis de la
fuerza que viene de lo alto». La conversión y el perdón de los pecados que
los apóstoles, sus sucesores y todos los cristianos hemos de anunciar y ofrecer
en nombre del Señor, son fruto de la Pasión,
Muerte y Resurrección del Señor. Pero Jesús no nos deja solos en esa
tarea. Dentro de pocos días va a cumplir la promesa suya y del Padre: traernos
el gran Don del Espíritu Santo, que nos atrae hacia Jesucristo dándonos la
fuerza para ayudar a los demás a encontrarle, siendo testigos del amor de
Cristo.
Y los sacó hasta cerca de Betania y,
levantando sus manos, los bendijo. Y mientras los bendecía, se separó de
ellos, y fue llevado hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se
volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo
bendiciendo a Dios. Bendecir con las manos levantadas sobre el pueblo es lo
que hacía el sumo sacerdote de Israel después del sacrificio solemne. Con este
gesto, Jesús, verdadero Sumo sacerdote, propaga en la Iglesia la gracia
conseguida por su sacrificio en la Cruz entre todos los hombres de todos los tiempos.
Se va, pero sus manos quedan sobre nuestras vidas, bendiciendo, perdonando,
enviándonos su Espíritu. Por eso sus
discípulos y nosotros estamos llenos de alegría. Jesús se ha quedado, no nos ha
dejado huérfanos.
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