En aquel tiempo, cuando salía
Jesús al camino, se le acercó uno corriendo, se arrodilló y le preguntó:
-“Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna?” Jesús le contestó:
-“¿Por qué me llamas bueno? No hay nadie bueno más que Dios. Ya sabes los mandamientos:
no matarás, no cometerás adulterio, no robarás, no darás falso testimonio, no
estafarás, honra a tu padre y a tu madre.” Él replicó: -“Maestro, todo eso lo
he cumplido desde pequeño.” Jesús se le quedó mirando con cariño y le dijo:
-“Una cosa te falta: anda, vende lo que tienes, dale el dinero a los pobres,
así tendrás un tesoro en el cielo, y luego sígueme.” A estas palabras, él
frunció el ceño y se marchó pesaroso, porque era muy rico. Entremos en el
corazón de este joven. Tu mirada de cariño, Jesús, es el momento cumbre de su
vida. ¿Hay algo mejor? ¿Qué es el cielo, sino esa mirada amorosa de Dios?
Entonces, ¿por qué frunce el ceño y se marcha cuando Jesús le invita a
seguirle? Le entró un miedo terrible. ¿A qué? A un futuro sin más seguridad que
la mirada de Jesús. Se angustió porque el Señor le pidió que vendiese todo lo
que tenía y diese el dinero a los pobres. El dinero era su pasado, su presente,
su futuro, su seguridad, sus proyectos, su prestigio, su historia, su familia.
Jesús le pide que se libere de todo eso y se ponga incondicionalmente en sus
manos. Sin nada. ¿Sin mis riquezas, sin mi futuro asegurado por ellas? ¿Un
salto al vacío?
Se va porque no puede
saltar. Está atado. Para seguir a Jesús hace falta un corazón
libre para amar, y romper todas las ataduras
requiere mucho coraje. Es
jugarse todo a
una carta.
Jesús,
mirando alrededor, dijo a sus discípulos: -“¡Qué difícil les va a ser a los
ricos entrar en el reino de Dios!” ¿Quiénes son esos ricos? Los que se
apegan a sus posesiones o riquezas. La cuantía de esas riquezas es lo de menos.
Puede haber ricos que no estén apegados a sus bienes: algunas de las mujeres
que seguían a Jesús y le ayudaban con sus bienes eran seguramente de familias
acomodadas; e igual José de Arimatea, el propio Zaqueo, o Mateo, el publicano. Del mismo modo puede
haber pobres que no estén dispuestos a renunciar a algo de lo que poseen para
ayudar a otros.
Los
discípulos se extrañaron de estas palabras. Se asombran porque el Antiguo
Testamento habla de las riquezas de manera positiva: están prometidas a los que
siguen la Ley del Señor. Jesús añadió: -“Hijos ¡qué difícil les es entrar en
el reino de Dios a los que ponen su confianza en el dinero! Más fácil le es a
un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de
Dios.” Ellos se espantaban y comentaban: -“Entonces, ¿quién puede salvarse?
“Jesús se les quedó mirando y les dijo: -“Es imposible para los hombres, no
para Dios. Dios lo puede todo.” El apegamiento a los bienes materiales, en
sí mismos buenos, nos vuelve ciegos a las necesidades de los demás. Jesús le
pide al joven rico que venda sus bienes para dar ese dinero a los pobres. Hoy
podemos examinar nuestro corazón para ver si, en la vida de cada día, damos al
dinero el principal lugar en nuestro corazón (se nota, por ejemplo, cuando es
el tema más frecuente de conversación) o bien tenemos el valor de reconocer que
las cosas esenciales de nuestra vida son nuestra relación con Dios y con los
demás.
La
palabra de Dios es viva y eficaz, más tajante que espada de doble filo,
penetrante hasta el punto donde se divide alma y espíritu, coyunturas y
tuétanos. Juzga los deseos e intenciones del corazón. Jesús, ¡que tu
Palabra despierte en mi interior el deseo de ponerte a Ti y a los demás por
encima de todo lo demás! Yo sé bien que el dinero y los bienes materiales
pueden darme una cierta felicidad momentánea,
pero no la alegría permanente que
aplaca la sed de mi corazón. Ese gozo sólo lo das Tú.
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