El día primero del mes séptimo, el
sacerdote Esdras trajo el libro de la ley ante la comunidad: hombres, mujeres y
cuantos tenían uso de razón. Leyó el libro en la plaza que está delante de la
Puerta del Agua, desde la mañana hasta el mediodía, ante los hombres, las
mujeres y los que tenían uso de razón. El
escriba Esdras se puso en pie sobre una tribuna de madera levantada para
la ocasión. Esdras abrió el libro en presencia de todo el pueblo, de modo que
toda la multitud podía verlo; al abrirlo, el pueblo entero se puso de pie.
Esdras bendijo al Señor, el Dios grande, y todo el pueblo respondió con las
manos levantadas: “Amen, amén”. Luego se inclinaron y adoraron al Señor, rostro
en tierra. Estamos
en el año 444 a.C. y por primera vez después del regreso del exilio de
Babilonia el pueblo, convocado por Esdras,
se reúne para escuchar la “Torá”, la “Ley”, y celebrar una comida en
común. El pueblo de Israel sabe que es Dios quien les habla a través de los
Libros sagrados que contienen la Ley. Por eso, cuando Esdras abre el libro,
todos se ponen en pie y después adoran a Dios rostro en tierra. Todos saben que
ese Libro sagrado les va a permitir comunicarse con Dios, escucharle y
responderle, y por eso es un día de fiesta.
Los
levitas leyeron el libro de la ley de Dios con claridad y explicando su
sentido, de modo que entendieran la lectura. Entonces el gobernador Nehemías,
el sacerdote y escriba Esdras, y los levitas que instruían al pueblo dijeron a
toda la asamblea: “Este día está consagrado al Señor, vuestro Dios. No estéis
tristes ni lloréis” (y es que todo el pueblo lloraba al escuchar las palabras
de la ley). Nehemías les dijo: “Id, comed buenos manjares, y bebed buen vino, e
invitad a los que no tienen nada preparado, pues este día está consagrado al
Señor. ¡No os pongáis tristes; el gozo del Señor es vuestra fuerza”. Después
de tantos años de exilio, el pueblo se conmueve al oír la Palabra de Dios, y llora.
Lloran de alegría porque de nuevo pueden alimentarse con la ley del Altísimo, luz
para sus pasos; pero lloran también de dolor, porque al escucharla se dan
cuenta de sus pecados y de la necesidad de arrepentirse. Y Esdras les invita a
alegrarse por el don que supone poder escuchar a Dios, que cambia sus corazones
y los llama a compartir su comida con los que no tienen. Sólo así,
compartiendo, la fiesta es completa.
El evangelio nos traslada al
pueblo donde Jesús, Señor y Dios nuestro vivió la mayor parte de su vida. Fue
a Nazaret, donde se había criado, entró en la sinagoga, como era su costumbre
los sábados, y se puso en pie para hacer la lectura. Le entregaron el rollo del
profeta Isaías y, desenrollándolo, encontró el pasaje donde estaba escrito: “El
Espíritu del Señor está sobre mí, porque él me ha ungido. Me ha enviado a evangelizar
a los pobres, a proclamar a los cautivos la libertad, y a los ciegos, la vista;
a poner en libertad a los oprimidos; a proclamar el año de gracia del Señor”. En
este pasaje, el profeta Isaías habla de un personaje misterioso sobre el que se
ha posado el Espíritu del Señor, le ha consagrado ungiéndole y le ha enviado.
Su misión es de alegría –evangelio significa mensaje alegre-, de libertad, de
sanación.
Y, enrollando el rollo y
devolviéndolo al que le ayudaba, se sentó. Toda la sinagoga tenía los ojos
clavados en él. Y él comenzó a decirles: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de
oír”. Jesús, delante de los que le conocen de toda la vida, anuncia que él
es el anunciado por el profeta Isaías, el Mesías, el Ungido por el Espíritu del
Señor. ¡Qué humilde eres Jesús porque describes tu actividad como obediencia al
Espíritu del Señor que te guía! Ese “hoy”, en la Iglesia, llega hasta nuestros
días: en la Liturgia de la Palabra, Jesús nos habla, nos interpela, camina a
nuestro lado hablándonos al corazón. Su Palabra es viva y nos pone en
comunicación directa, personal con Dios. Gracias, Jesús.
No hay comentarios:
Publicar un comentario