domingo, 3 de febrero de 2013

DOMINGO 3 DE FEBRERO, 2013

           Y Jesús comenzó a decirles: “Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír”. Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de él. Y decían: “¿No es este el hijo de José?”. Pero Jesús les dijo: “Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaúm”. El profeta habla en nombre de Dios. Jesús, Señor nuestro, el Profeta por excelencia, no se remite a otro, pues Él mismo es Dios, el Verbo de Dios hecho hombre. En la sinagoga de Nazaret, Jesús habla con tanta belleza que, al principio, todos sus paisanos se quedan maravillados. Pero enseguida, en su interior, se abre paso el deseo de rentabilizar en provecho propio la sabiduría y los dones de Jesús.  “Te has criado  aquí –piensan- luego nos perteneces”.

         Pero  tú cíñete los lomos: prepárate para decirles todo lo que yo te mande. No les tengas miedo, o seré yo quien te intimide. Desde ahora te convierto en plaza fuerte, en columna de hierro y muralla de bronce, frente a todo el país: frente a los reyes y príncipes de Judá, frente a los sacerdotes y al pueblo de la tierra. Lucharán contra ti, pero no te podrán, porque yo estoy contigo para librarte. Estas palabras de Dios a Jeremías son la pauta de la conducta de Jesús en su ciudad natal. Ante el anuncio de su misión redentora, sus paisanos reaccionan con una visión puramente terrena de Jesús: “¿No es este el hijo de José?”.
       “En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo;  sin embargo ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio. Con estos dos ejemplos de la historia de Israel Jesús quiere mostrar a los nazarenos que abrirse a la salvación de Dios requiere renunciar al  amor posesivo que ellos le tienen y abrirse a todos.

         Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino. Cuando es decepcionado, el amor posesivo se transforma en odio. Esta reacción es un anticipo de lo que sucedió años después cuando algunos judíos de la diáspora vieron que el mensaje de Cristo se difundía también  entre los paganos.
        En la segunda lectura, San Pablo nos describe las características del auténtico amor. Veía que los cristianos de Corinto estaban más interesados en tener carismas –dones extraordinarios para el bien de la comunidad como el don de lenguas o el don de profecía- que en vivir el amor que nos enseña Jesús con su vida. El amor es paciente –amamos cuando conllevamos con paciencia los defectos de los que nos rodean- es benigno –tiene “buen arder”, es entrega constante y callada –el amor no tiene envidia, no presume, no se engríe; no es indecoroso ni egoísta; no se irrita –nos enfadamos cuando nos parece que nos atropellan o molestan- no lleva cuentas del amor –no tiene “lista de agravios”, diríamos hoy- no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta. Amar, en buena medida, es aguantar. Jesús, ¡méteme en esta escuela! ¡Que noten por mi manera de querer, que soy de los tuyos!

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