Cuando
salió Judas del cenáculo, dijo Jesús: “Ahora es glorificado el Hijo del hombre,
y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo
glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará”. La gloria de Dios y, por
tanto, también la de Jesús, es la gloria de amar. La glorificación de Jesús
comienza cuando inicia su Pasión. En ella, movido por un amor inmenso, lleva a
cabo voluntariamente el plan de su Padre que nos entrega a su Hijo para que dé
la vida por nosotros. En el amor con que Jesús se abraza a la Cruz está la
semilla de su resurrecc
ión. El misterio Pascual aúna la Pasión, la Muerte y la
Resurrección de Jesús.
Hijitos, me
queda poco de estar con vosotros. (…) Os doy un mandamiento nuevo: que os améis
unos a otros; como yo os he amado, amaos también unos a otros. En esto
conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros» Jesús
quiere prolongar de un modo nuevo su presencia en el mundo después de su
partida al Padre por la muerte en la Cruz. Se queda en la Eucaristía, en su
Palabra, custodiada por la Iglesia en
la
Sagrada Escritura, y en el amor con que los suyos debemos amar, que es el mismo
amor con que Jesús nos ama. Este mandamiento, resumen y culminación de la Ley
de Cristo, es nuevo porque su referencia es la misma persona de Jesús y
especialmente la entrega amorosa de su vida en la Cruz. Jesús, ¿me identifican
como discípulo tuyo por mi modo de querer? ¿Está en mí tu amor generoso, sin
límites, universal, capaz de transformar las circunstancias negativas y los
obstáculos en ocasión de servir y entregar mi vida a los demás por Ti? Porque
tú transformaste la peor situación –rechazado, escarnecido, abandonado,
condenado, ajusticiado- en oportunidad de ofrecernos el amor más grande.
Pablo y
Bernabé, después de predicar el Evangelio en aquella ciudad y de ganar
bastantes discípulos, volvieron a Listra, a Iconio y a Antioquía, animando
a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe, diciéndoles que hay que
pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios. Pablo ha
experimentado que para amar como Jesús hay que pasar por muchas
tribulaciones, como el Señor le había revelado a Ananías refiriéndose a
Pablo:”Yo le mostraré lo que tiene que sufrir por mi nombre”. Realmente
amar como Jesús nos supera. Tenemos en nosotros muchas tendencias que se oponen
al amor y provocan divisiones, resentimientos, rencores, odios… Pero Jesús no
nos ha dejado solos. La fuerza para amar como Él nos la ofrece en la
Eucaristía. Cuando recibimos a Jesús, entra en nosotros su corazón repleto de
amor-entrega. Por eso, contigo dentro, Jesús, nosotros podemos decir como
Santiago y Juan: “Podemos”.
Y vi
un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra
desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva
Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa
que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que
decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y
ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios». Y enjugará
toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor,
porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que está sentado en el trono:
«Mira, hago nuevas todas las cosas». Esta renovación de cielos y tierra es
el resultado final de la resurrección de Jesús. Con ella comienza una cadena de
transformaciones que culminará en esta escena de la Apocalipsis. Nosotros ahora
estamos inmensos en este proceso de “renovación” de todas las cosas. Viviendo
el “mandamiento nuevo” colaboramos con Dios a preparar este mundo nuevo en el que Dios enjugará toda lágrima de
sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero
ha desaparecido. Vale la pena.