En el tema de la familia no se trata
únicamente de una determinada forma social, sino de la cuestión del hombre
mismo; de la cuestión sobre qué es el hombre y sobre lo que es preciso hacer
para ser hombres del modo justo. Los desafíos en este contexto son complejos.
Tenemos en primer lugar la cuestión sobre la capacidad del hombre de
comprometerse, o bien de su carencia de compromisos. ¿Puede el hombre
comprometerse para toda la vida? ¿Corresponde esto a su naturaleza? ¿Acaso no
contrasta con su libertad y las dimensiones de su autorrealización? El hombre,
¿llega a ser sí mismo permaneciendo autónomo y entrando en contacto con el otro
solamente a través de relaciones que puede interrumpir en cualquier momento? Un
vínculo para toda la vida ¿está en conflicto con la libertad? El compromiso,
¿merece también que se sufra por él? El rechazo de la vinculación humana, que
se difunde cada vez más a causa de una errónea comprensión de la libertad y la
autorrealización, y también por eludir el soportar pacientemente el
sufrimiento, significa que el hombre permanece encerrado en sí mismo y, en
última instancia, conserva el propio «yo» para sí mismo, no lo supera
verdaderamente. Pero el hombre sólo logra ser él mismo en la entrega de sí
mismo, y sólo abriéndose al otro, a los otros, a los hijos, a la familia; sólo
dejándose plasmar en el sufrimiento, descubre la amplitud de ser persona
humana. Con el rechazo de estos lazos desaparecen también las figuras
fundamentales de la existencia humana: el padre, la madre, el hijo; decaen
dimensiones esenciales de la experiencia de ser persona humana.
El gran rabino de Francia, Gilles
Bernheim, en un tratado cuidadosamente documentado y profundamente conmovedor,
ha mostrado que el atentado, al que hoy estamos expuestos, a la auténtica forma
de la familia, compuesta por padre, madre e hijo, tiene una dimensión aún más
profunda. Si hasta ahora habíamos visto como causa de la crisis de la familia
un malentendido de la esencia de la libertad humana, ahora se ve claro que aquí
está en juego la visión del ser mismo, de lo que significa realmente ser
hombres. Cita una afirmación que se ha hecho famosa de Simone de Beauvoir:
«Mujer no se nace, se hace» (“On ne naît pas femme, on le devient”). En
estas palabras se expresa la base de lo que hoy se presenta bajo el lema «gender»
como una nueva filosofía de la sexualidad. Según esta filosofía, el sexo ya no
es un dato originario de la naturaleza, que el hombre debe aceptar y llenar
personalmente de sentido, sino un papel social del que se decide autónomamente,
mientras que hasta ahora era la sociedad la que decidía. La falacia profunda de
esta teoría y de la revolución antropológica que subyace en ella es evidente.
El hombre niega tener una naturaleza preconstituida por su corporeidad, que
caracteriza al ser humano. Niega la propia naturaleza y decide que ésta no se
le ha dado como hecho preestablecido, sino que es él mismo quien se la debe
crear.
Según el relato bíblico de la creación,
el haber sido creada por Dios como varón y mujer pertenece a la esencia de la
criatura humana. Esta dualidad es esencial para el ser humano, tal como Dios la
ha dado. Precisamente esta dualidad como dato originario es lo que se impugna.
Ya no es válido lo que leemos en el relato de la creación: «Hombre y mujer los
creó» (Gn 1,27). No, lo que vale ahora es que no ha sido Él quien los creó
varón o mujer, sino que hasta ahora ha sido la sociedad la que lo ha
determinado, y ahora somos nosotros mismos quienes hemos de decidir sobre esto.
Hombre y mujer como realidad de la creación, como naturaleza de la persona
humana, ya no existen. El hombre niega su propia naturaleza. Ahora él es sólo
espíritu y voluntad. La manipulación de la naturaleza, que hoy deploramos por
lo que se refiere al medio ambiente, se convierte aquí en la opción de fondo
del hombre respecto a sí mismo. En la actualidad, existe sólo el hombre en
abstracto, que después elije para sí mismo, autónomamente, una u otra cosa como
naturaleza suya. Se niega a hombres y mujeres su exigencia creacional de ser formas
de la persona humana que se integran mutuamente. Ahora bien, si no existe la
dualidad de hombre y mujer como dato de la creación, entonces tampoco existe la
familia como realidad preestablecida por la creación. Pero, en este caso,
también la prole ha perdido el puesto que hasta ahora le correspondía y la
particular dignidad que le es propia. Bernheim muestra cómo ésta, de sujeto
jurídico de por sí, se convierte ahora necesariamente en objeto, al cual se
tiene derecho y que, como objeto de un derecho, se puede adquirir. Allí donde
la libertad de hacer se convierte en libertad de hacerse por uno mismo, se
llega necesariamente a negar al Creador mismo y, con ello, también el hombre
como criatura de Dios, como imagen de Dios, queda finalmente degradado en la
esencia de su ser. En la lucha por la familia está en juego el hombre mismo. Y
se hace evidente que, cuando se niega a Dios, se disuelve también la dignidad
del hombre. Quien defiende a Dios, defiende al hombre.
Benedicto XVI, Discurso a la Curia romana
con motivo de la felicitación de Navidad, 21.XII.2012