En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos se
dirigieron a las aldeas de Cesarea de Felipe; por el camino, preguntó a sus
discípulos: -“¿Quién dice la gente que soy yo?” Ellos le contestaron: -“Unos,
Juan Bautista; otros, Elías; y otros, uno de los profetas.”Él les preguntó: -“Y
vosotros, ¿quién decís que soy?” Pedro le contestó: -“Tú eres el Mesías.” Y
les ordenó taxativamente que no lo dijeran a nadie. Los discípulos llevaban
un tiempo siguiendo a Jesús. Le habían visto sanar a un leproso, enderezar a un
paralítico, arrojar demonios, calmar la tempestad, resucitar a una niña,
alimentar a una multitud con pocos panes, caminar sobre las aguas, curar a un
sordomudo. Ellos y la gente de Galilea
le tenían por un gran profeta. Pedro dice que es el Mesías que todos esperaban.
Jesús no le desmiente, pero les prohíbe decirlo a la gente. ¿Por qué? Los
judíos –también los discípulos de Jesús- pensaban que el Mesías provocaría una
insurrección para tomar el poder y liberar a
Israel de la dominación romana por la fuerza de las armas. Esta
idea no gustaba a Jesús porque no
respondía al proyecto de salvación universal por medio de la Cruz.
Después
llamó a la gente y a sus discípulos, y les dijo: -“El que quiera venirse
conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Mirad, el
que quiera salvar su vida la perderá; pero el que pierda su vida por mí y por
el Evangelio la salvará” Jesús, ¿sabes por qué me cuesta tanto responder a
tu pregunta sobre quién eres? Porque la respuesta afecta a mi vida de cada día. ¡Ten paciencia conmigo, Jesús,
y dame fuerza para seguir tus pasos, aunque de vez en cuando “vuelva a las
andadas”! ¡Me has hecho saborear tantas veces la alegría verdadera, la del
olvido de mí mismo, la de una vida que se pierde al entregarse a tu servicio y
al servicio de los demás! Pero no aprendo.
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