Por
aquel tiempo se levantará Miguel, el arcángel que se ocupa de tu pueblo: serán
tiempos difíciles, como no los ha habido desde que hubo naciones hasta ahora.
Entonces se salvará tu pueblo: todos los inscritos en el libro. Muchos de los
que duermen en el polvo despertarán: unos para vida eterna, otros para
ignominia perpetua. Los sabios brillarán como el fulgor del firmamento, y los
que enseñaron a muchos la justicia, como las estrellas, por toda la eternidad. Nuestro
Dios es todo Amor. Por eso quiere que todos los hombres se salven. Con
facilidad nos dejamos llevar por la somnolencia de la comodidad. Para
despertarnos, en este tramo final del año litúrgico, el Señor nos sacude con
unos pasajes de la Escritura en los que se describen los “últimos
acontecimientos” de la historia.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: -“En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte.” El contexto de estas palabras es la observación de un discípulo sobre la grandeza y belleza del Templo de Jerusalén, reconstruido poco tiempo atrás por Herodes el Grande. Jesús le responde: ¿Veis estos grandes edificios? Pues se derrumbarán sin que quede piedra sobre piedra” Los discípulos le piden que precise cuándo será eso y Jesús les habla del final de Jerusalén como imagen anticipada del fin del mundo.
Jesús quiere suscitar en nosotros
una disposición de vigilancia para arrancarnos del adormecimiento que produce
la “instalación permanente” en este mundo. El final de su vida puede llegar en
cualquier momento. De ahí la necesidad de vivir preparados para recibir la nueva
y definitiva vida, la vida en Dios. Somos débiles, con peligro de despistarnos.
De ahí la necesidad de vivir despiertos, pues no conocemos “el día ni la
hora”.
Cristo ofreció por los pecados, para siempre jamás, un
solo sacrificio; está sentado a la derecha de Dios y espera el tiempo que falta
hasta que sus enemigos sean puestos como estrado de sus pies. Con una sola
ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados. Estas
palabras de la Carta a los Hebreos sobre el sacrificio de Jesús, actualizado en
cada Misa, nos llenan de esperanza. No estamos solos: Jesús nos busca a cada
uno para ofrecernos su perdón en la Confesión y su Cuerpo resucitado en la
Eucaristía. Como reza el salmo: “Tengo siempre presente al Señor, con él a
mi derecha no vacilaré. Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena.(…) Me
enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de
alegría perpetua a tu derecha”.
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