En aquellos días, habló Moisés al
pueblo, diciendo: (...)
"Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es
solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma,
con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria."
Esto es el corazón de la fe de Israel. Tres veces al día recitan los judíos
estas palabras del Deuteronomio para grabarlas en su corazón, " quedarán
en tu memoria." Estas palabras son un regalo de Dios, una luz que nos
ayuda a orientarnos en la vida: Dios es lo primero, lo que da sentido a todo lo
demás. Estamos hechos para amarle como dice
S. Agustín en "Las Confesiones":
"Nos has hecho,
Señor, para tí, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en tí".
En aquel tiempo, un escriba se
acercó a Jesús y le preguntó: -"¿Qué mandamiento es el primero de
todos? "Respondió Jesús:-" El primero es: "Escucha,
Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios,
con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu
ser." El segundo es éste: "Amarás a tu prójimo como a ti
mismo. No hay mandamiento mayor que éstos." La novedad cristiana que
introduce aquí Jesús es unir estas dos dimensiones del amor: el amor a Dios y
el amor al prójimo. No se dan uno sin el otro. Santidad es Caridad.
El escriba replicó:-"Muy bien,
Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera
de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo
el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y
sacrificios." En el Antiguo Testamento los judíos manifestaban su amor
a Dios ofreciéndole sacrificios de animales. Con frecuencia la inmolación de
víctimas para honrar a Dios no cambiaba el corazón y la conducta de las gentes.
Por eso los profetas hacían eco a la queja de Dios: "Misericordia
quiero y no sacrificios". El escriba lo había captado y por eso Jesús,
viendo que había respondido sensatamente, le dijo: -"No estás lejos del
reino de Dios."
“Hermanos: Ha habido multitud de
sacerdotes del Antiguo Testamento, porque la muerte les impedía permanecer;
como éste (Jesucristo), en cambio, permanece para siempre, tiene el sacerdocio
que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él
se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor”. Jesús
se ofrece a sí mismo en la cruz como víctima para salvarnos. Este sacrificio
suyo es un hecho real, histórico, pero no queda en el pasado porque su
sacerdocio "no pasa" con su muerte. La Eucaristía hace presente aquí
y ahora su único sacrificio de la Cruz. En la Última Cena Jesús anticipó
milagrosamente la entrega de su vida por la muerte en la Cruz y la transformó
en una "ofrenda de amor". La Eucaristía introduce en nuestros
corazones la manera de amar de Jesús: une el amor a su Padre y a los demás.
Por eso la Eucaristía nos proporciona la
fuerza para vivir el mandamiento que engloba toda la Ley y los Profetas. Sin
ella no podemos seguir a Jesús ni reproducir en nuestra vida su amor por el
Padre y por los hermanos. De ahí que la Iglesia nos exhorte para que
convirtamos la Misa en el centro de nuestra vida y saquemos de ella la
orientación de nuestra existencia. De la Eucaristía sale nuestra fe y nuestra
manera de vivir. Ella es el espejo en que los cristianos nos miramos para ver
si nuestro seguimiento de Jesús es auténtico, si, con su fuerza, convertimos
nuestra existencia diaria -oración, trabajo, vida en familia, amistad,
descanso, etc.- en una ofrenda amorosa unida a la de Cristo.
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